12 septiembre, 2016

Recuperando el sueño: ACU

El reciente lanzamiento del documental de Osvaldo Rodríguez sobre la historia de la ACU me ha provocado una  muy honda impresión, me ha hecho revivir esa experiencia, y revalorar (y no es que no tenga una alta valoración, porque la tuve desde aquellos mismos años, y después sólo ha ido creciendo).

Magnífica realización, son las primeras palabras que acuden a mi pensamiento a la hora de hablar sobre ACU recuperando el sueño, de Osvaldo Rodríguez. Aunque el documental sobrepase las dos horas (que apenas se sienten, atrapados por la poética historia que narra en la voz de los protagonistas y los documentos históricos). Habría sido muy difícil contar esta historia colectiva sin acudir a un coro, a la polifonía de las voces, apreciaciones y recuerdos de quienes construyeron a la ACU, una organización que encarna el espíritu, la esencia, del quehacer colectivo.

La sigla ACU resulta críptica para cualquiera que no haya vivido en el espacio universitario o en el entorno artístico en el período que va de 1977 a 1982. Pero quienes vivieron con intensidad la cultura de esos años saben muy bien que el acrónimo significa Agrupación Cultural Universitaria.

La ACU, primero AFU, surgió del encuentro de los grupos musicales y artísticos que surgieron en la universidad intervenida por el régimen militar, cuyas primeras manifestaciones estuvieron destinadas a reunir dinero para aquellos alumnos que comenzaban a sufrir los rigores de la política de autofinanciamiento. Pronto el sonido de guitarras y charangos congregó a actores, pintores, dramaturgos, poetas, fotógrafos y cuentistas. A fines de 1977 se realizó, en la Escuela de Ingeniería de la Universidad de Chile, el primer Festival del Cantar Universitario, donde es posible conocer el trabajo de grupos tan importantes como Santiago del Nuevo Extremo, Schwenke y Nilo, Abril, Aquelarre, Antara, y admirar las coreografías del Ballet Antumapu y del Conjunto Folclórico de Ingeniería.

Desde esa fecha se gestó un aglutinamiento y una actividad cultural y artística crecientes, sobre todo en la Universidad de Chile, pero también con fuerte desarrollo en la Universidad Austral, la Universidad de Concepción y la Universidad Católica. Se crearon Ramas de Música, Teatro, Literatura y Plástica, consagradas al desarrollo de actividades específicas: festivales, concursos, encuentros. Estructura cruzada con las Sedes: Medicina (Norte), Andrés Bello (Centro), Pedagógico, Ingeniería y Antumapu, encargadas de organizar y coordinar la actividad territorial de más de cincuenta talleres artísticos autónomos.

La ACU, debido al enorme caudal y riqueza de su quehacer cultural, acaparó el interés de estudiantes, académicos y funcionarios, así como también el de las autoridades designadas por la dictadura que veían con inquietud la aparición de un germen de organización de los alumnos.

Los Festivales de Música llegaron a congregar a miles de jóvenes en el viejo Teatro Caupolicán, en jornadas que sólo pueden recordarse con emoción. Los Festivales de Teatro lograron una figuración y un impacto muy altos también, y unidos a las Muestras Plásticas, los Recitales y Concursos Literarios, y la inolvidable Revista "La Ciruela" -absoluto best-seller de la época- conformaron un período brillante por su amplitud, solidaridad y creatividad.

Esta es la historia, muy difícil de sintetizar, que narra el excelente documental de Osvaldo Rodríguez, la misma que antes rescató y sistematizó en el libro ACU Rescatando el asombro el historiador Víctor Muñoz Tamayo (La Calabaza del Diablo, 2006); un trabajo de enorme valor. Allí podrán encontrarse detalles significativos de la historia sorprendente de este movimiento cultural. Por suerte contamos con estos trabajos de rescate de memoria, porque creo que hay muchos aspectos valiosos que rescatar, mucho más allá del marco historiográfico.

En la ACU hubo mucho más que un estallido de rebelión a través de la creatividad artística. Hubo allí, además, una utopía hecha realidad, por un tiempo breve y considerable a la vez. Todos podían participar si respetaban unas pocas reglas básicas: solidaridad, autonomía, franqueza, valor intelectual, originalidad, buen humor, disposición al trabajo, dignidad y ... valentía.

Inolvidables las interminables y multitudinarias reuniones que todos los sábados en la tarde se llevaban a cabo en el “Hoyo” de la Escuela de Ingeniería, realizadas a vista y paciencia de los funcionarios y soplones, y con la connivencia -si no el apoyo- del Decano Claudio Anguita (a quien le debemos aún un reconocimiento pleno a la dignidad y coraje con el que asumió su cargo en un momento tan difícil de la historia).

Si no hallábamos el consenso los cincuenta o sesenta delegados que asistían religiosamente al Hoyo los sábados, pues la ACU funcionaba en asamblea, la reunión continuaba en algún bar de las inmediaciones, hasta lograr pleno acuerdo. No obstante la ACU tenía una directiva, este comportamiento abierto, transparente, participativo a un nivel increíble, daba cuenta de la rigurosa democracia interior que gobernaba sus actos: fuente de su fuerza y energía notables. Era Fuenteovejuna de pie ante la dictadura: ¿cómo hacerle frente? ¿cómo detenerla? ¿cómo aplastar esa iniciativa creativa multiforme que aparecía por todas las facultades, en los más insospechados rincones y con los métodos más heterodoxos?

La ACU en consecuencia, adquirió vida plena, pensamiento y propósito propios, que escapaban a cualquier intento de control o manipulación, no sólo de las autoridades y los organismos represores, sino también de los partidos políticos que actuaban en la total clandestinidad. El nivel de autonomía de la ACU fue la clave de su éxito y enorme capacidad de trabajo. Sin duda es una experiencia de la cual puede aprenderse mucho en materia de organización social: participación, transparencia, democracia interna, total pluralismo dentro de la multiplicidad de corrientes que rechazaban el imperio de la dictadura militar. Poco podían sacar con perseguir, prohibir, amenazar o sancionar a los dirigentes: los talleres seguían funcionando, pese a todas las medidas que tomaran los represores.

Este sentimiento que conozco de primera mano por mi participación en la historia de la ACU, el documental me lo ha hecho vivir de manera notablemente condensada. Es un mérito tremendo. Lo que aprendí en esa época, me ha servido -me sirve- hoy en día. En la ACU aprendí a luchar junto a otros, notablemente distintos, en pos de un ideal democrático común; aprendí a escuchar, respetar, meditar, argumentar, convencer o dejarme convencer. A valorar al otro por encima de cualquier restricción externa o interna, menos aún prejuicios o mera ignorancia.

Cuando cada día miro, consternado, a mi país arrasado por los intereses económicos, la codicia, la ambición extrema, el egoísmo abierto o solapado, el consumismo, el arribismo y el desprecio por toda auténtica manifestación de pensamiento y creación, concluyo que en esa época terrible, dominada por un terrorismo de estado sin límites, supimos ser dignos creadores, luchadores verdaderos, honestos con nuestros sueños, libres en plenitud. Felices, habría que agregar. Como cuando hicimos esa ronda gigante en Isla Negra (maravillosa imagen que muestra este documental) celebrando a Neruda: estábamos felices. Lo recuerdo y el corazón quieres subírseme a la boca.

Y quisiera soñar que podamos hacerlo de nuevo. Gracias, Osvaldo Rodríguez.




Diego Muñoz Valenzuela
 
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