03 junio, 2015

El taxidermista

Me hace pasar muy amablemente. Es una vieja casona de aires señoriales ubicada en un cerro de los suburbios, rodeada de un parque bellísimo, poblado de árboles enormes y antiguos.
-¿Vive solo aquí? –pregunto mientras sigo sus pasos.
-Desde que mi esposa falleció. Hace ocho años –respondió sin voltearse.
-Quiero que embalsame a mi perro. Por eso vine aquí.
-Viene muy poca gente. Y nadie por mis servicios. Estoy retirado hace mucho –carraspeó y siguió avanzando por el pasillo estrecho y oscuro.
-Quería mucho a Nerón. Era mi única compañía. No quiero prescindir de ella.
-Lo entiendo. Pase a la sala de estar, por favor.
Entra a una estancia amplia iluminada apenas por la escasa luz que logra filtrarse a través de las cortinas de terciopelo gris.
-Ya no trabajo, pero puedo hacer una excepción. Entiendo que se sienta solo.
Me acomodo en un sofá. Entonces la veo, sentada al frente. Lee una revista con los anteojos puestos. Sonríe con discreción. Un vaso de licor la espera eternamente junto a la mesita de luz.
-Mi trabajo es bueno. No se arrepentirá. Cuando termine con usted, iré por su perro. Estarán juntos para siempre.
No puedo moverme. Es como si una soga invisible me lo impidiera. Sé que es el terror. Entonces veo las otras figuras inmóviles. Y el grito muere en mi garganta, antes de poder salir.


2 comentarios:

Leonardo Dolengiewich dijo...

Ya te lo he dicho muchas veces, Diego, pero creo que siempre vale la pena hacerlo: Me encanta cómo escribís y sos uno de los espejos en los que me miro como escritor de microficción.
Este texto es una joya.
Te mando un abrazo grande.

muñoz valenzuela dijo...

Un abrazo trasandino, querido LEonardo, gracias por tu generosidad para con mi trabajo.

 
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