22 marzo, 2014

El fisicoculturista obseso


Bajo el influjo de una obsesión injustificable, y sin anuncio previo, fue invadiendo su vida con rutinas gimnásticas y exigentes series de  ejercicios: bicicleta estática, mancuernas, máquinas, trote, flexiones.
                Como suele ocurrir con los cambios más perturbadores, éste comenzó de manera inocente, inocua, aparentemente intrascendente. Un día un poco, al día siguiente algo más, y así. Por fin evolucionó a una situación que rondaba el límite de lo imposible.
                Impedido de dedicar más tiempo a sus ejercicios, comenzó a integrarlos en otras actividades.  Aquí transgredió el límite de la razonabilidad de manera flagrante. Comía con una mano y con la otra movía una mancuerna. Leía sus apuntes corriendo sobre la trotadora. Incluso al baño entraba provisto de  pesas, resortes o cintas elásticas. El computador o el televisor los observaba desde la bicicleta gracias una enorme pantalla de cristal líquido.
                Fue convirtiéndose en una compacta masa de músculos que hacía caso omiso de razones. Su cerebro se convirtió en un músculo cuyo único pensamiento era la necesidad de convertir su cuerpo en acero puro.

Al final dormía ejercitándose. El descanso se redujo a la nada. Sus padres se resignaron y lo conectaron a una máquina generadora de electricidad. Gracias a la venta de energía se convirtieron en millonarios. Viajaban por el mundo mientras su obsesionado vástago producía megavatios para mover miles de industrias. Y fueron felices, aunque no para siempre.

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