20 julio, 2010

La amistad (en el Día del Amigo)


Entiendo la amistad como un concepto variable, que evoluciona con uno, mutándose junto a las propias transformaciones que van arrastrándonos desde la infancia a la madurez, en ese camino enigmático que va desde el nacimiento – partiendo desde un estado de no ser – hasta la muerte – donde volvemos al no ser, esto es a nuestro estado primigenio. En ese breve paréntesis que llamamos existencia o vida – ínfima hendedura en la eternidad del tiempo - tal vez el único consuelo sea el amor al otro, al cual bien podemos denominar también amistad, la forma de trascender esa soledad tan honda que llevamos dentro desde el inicio, el abandono que rompemos por un instante para entregarnos al otro que reconocemos como un ser valioso por aquello que sea que nos proporciona: placer, risa, sabiduría, reflexión.

La amistad es una forma de amor que involucra a personas concretas. El amor puede tener por objeto una idea, una misión, un lugar, una actividad; la amistad es un círculo más estrecho y limitado que involucra a otra persona. La amistad es un acto deliberado, se escoge a los amigos, aun cuando sea el resultado de una serie de coincidencias inextricables que se aproxima bastante a un determinismo filomecanicista. No hay más remedio que ser amigos en ciertos casos, en la medida que esa entelequia que denominamos el destino se empeñe en acercarnos, la amistad ocurrirá. O bien, las razones que fundan la amistad se encargarán de juntar a dos personas de manera inevitable.

¿Por qué se es amigo de algunos, unos pocos, y no de todos? Es un misterio que persigo desde la infancia: ¿cuál es la diferencia decisiva que permite la amistad? Tal vez sea nada más la intuición de una semejanza más profunda, un ciego instinto que hace que en medio de las tinieblas nos reconozcamos los seres de una misma especie, los que tememos a las mismas tinieblas, los que adoramos a los mismos dioses, los que compartimos sueños y esperanzas difusas, los que infringimos y obedecemos leyes equivalentes, los que ponemos el pie en el mismo fango de las miserias humanas.

La amistad tiene mil barreras: el tiempo, el espacio, la edad, el género, las convicciones, la sociedad misma; de esta forma se tiende a concentrar la amistad en los coetáneos del mismo género, al menos en las generaciones emergidas hasta mediados del siglo XX, en esta parte del sur del mundo, en un mundo muy compartimentado en todo sentido, donde cada cual ha podido afiliarse a una caja y rotularse con cierta claridad que ha terminado por diluirse y demostrar su completa inutilidad; a estas alturas una lección de la historia. Pero la amistad, no sin esfuerzo, puede saltar todas estas barreras, prejuicios, leyes inmanentes, cultura o costumbres, como queramos llamar a estas limitaciones torpemente inventadas por nosotros mismos. Al menos, creo haber vencido todas esas barreras en mi propia experiencia con la amistad.

En la amistad he encontrado la justificación más importante de la existencia. Estar con los amigos – llámense padres, hijos, hermanos, compañeros, colegas, cofrades – es el momento más intenso de la vida, cuando más intensamente se sienten sus vibraciones. Tengo la suerte de ser amigo de mis padres, de mi hermana, aun cuando a ellos no podía elegirlos; eso es una suerte mayúscula que la vida me ha enseñado a apreciar. No hay pareja sin amistad y antes que nada me considero amigo de mi compañera. Creo dar amistad a mis hijos, no sólo paternidad, con su imprescindible carga de autoridad y jerarquía, y espero tener la fortaleza de persistir en esto, hasta donde me sea posible a ellos y a mí. Y creo haber tenido la suerte de encontrar a varios hermanos y hermanas de esos que llamo amigos, sin lazos sanguíneos, pero con vínculos más estrechos que la propia hermandad. La edad no ha sido obstáculo, tampoco el sexo o la extracción social; menos aún las convicciones políticas o religiosas. La amistad se ha impuesto siempre de esa manera misteriosa que tiene de marcar su presencia, sin aviso, precedida incluso de ciertos conflictos distractores no triviales, lenta en su eclosión, sembrada de dudas y desconfianza, recorriendo con pereza el sendero que se ha de continuar juntos, más allá de cualquier distancia.

Varios de mis amigos están lejos, hablo de la distancia geográfica, cada día menos importante en un mundo pleno de conexiones de voz e imagen. Cada día es menos importante donde nos encontramos para proseguir la amistad; a miles de kilómetros podemos conversar, planificar reuniones, sembrar la semilla de futuros encuentros reales y virtuales. La lejanía es algo teórico, estamos tan juntos o más que cuando compartíamos barrio y vida con la intensidad propia de la juventud más temprana. La única distancia definitiva es el no ser, la muerte, la pérdida final, aun cuando la fotografía y el alma del amigo se queden muy dentro de uno hasta el término, integrados a nosotros. Porque la amistad viene a ser una suerte de transferencia de ideas, de sentimientos, de sensaciones, de aberraciones – de todo lo luminoso y lo oscuro del ser humano – en la cual vamos entregando y recibiendo, perdiendo y ganando identidad al mismo tiempo, siendo y dejando de ser, convirtiéndonos en el otro que de alguna manera siempre hemos soñado ser, eso que algunos tratamos de alcanzar a través de la escritura literaria.

El amigo o la amiga vienen entonces a ser la oportunidad de superar esa infinita soledad que llevamos a cuestas, la posibilidad de la trascendencia más allá de la mera vida individual, la negación del egoísmo y la exaltación de lo social. Así se alcanza en plenitud una justificación de la existencia: no he encontrado otra razón más profunda que ésta. Incluso pienso que la escritura literaria, esa obsesión que nos mueve a los escritores, es también una forma de compartición, de acercamiento a otro invisible, misterioso, con quien establecemos una amistad fuera del tiempo y la geografía. La obra literaria es un medio para compartir experiencias o sensaciones con otros que probablemente jamás conoceremos, aunque se materialice ese nexo misterioso que depende de la complicidad entre el lector y el escritor. Es una hipótesis de amistad, una sonda enviada a un espacio lejano, donde será recogida y reconstruida por otros seres con los cuales existe una hermandad, una entrega mutua, más allá de las barreras espaciales y temporales donde nos movemos en nuestra existencia a la vez precaria y maravillosa.

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