11 septiembre, 2009

De lobos y ovejas


Primero la follaré y después la devoraré, anunció el Lobo, y una profusa salivación emanó de sus fauces temibles. Golpeó el vaso vacío contra la barra como para impresionar a sus compañeros de parranda. Ya se las verá conmigo esa tal Caperucita Roja.
La verdad es que los impresionó, pues recientemente había derribado, en días sucesivos, las casas de tres cerditos hermanos para engullirlos vivos ante el horror de los paralogizados vecinos.
Salió de allí con paso decidido hacia el bosque.
Algunas semanas después lo vieron comprando menestras en el almacén del pueblo. Tenía la piel teñida de blanco, el pelo de la cabeza ensortijado y bien recortados los colmillos y las garras. De su brazo colgaba una dichosa Caperucita vestida con sus mejores galas. Pagaron con la tarjeta de Lobo, que la extendió con aire sumiso al tendero. Cargó las mercancías en su carruaje, miró con nostalgia el bar desde donde lo contemplaban sus amigos, y dio media vuelta para ayudar a su esposa a subir.

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