12 septiembre, 2009

Arthur Miller en Chile


Aquellas reflexiones y recuerdos inevitables que surgen a propósito de los nefastos aniversarios del 11 de septiembre de 1973, me trajeron la estampa serena e inteligente de un escritor que supo darse tiempo para venir a defender nuestras conculcadas libertades en plena dictadura. Así confirmó que los escritores pueden y deben actuar en la vida social y política; desgraciadamente un ejemplo poco seguido en nuestros días.

La muerte de Arthur Miller el año 2005, cuyos méritos en cuanto a escritura están fuera de discusión, generó menciones en la prensa local, aunque por cierto mucho menos de las que uno hubiera esperado. La literatura ostenta una magra importancia –por no decir nula- en la llamada posmodernidad, frente a otros asuntos de auténtica relevancia que los medios de comunicación exaltan a niveles galácticos, tales como los enormes senos de una reina de festivales, la hostigosa propaganda de las teleseries que adormecerán las conciencias durante el primer semestre, y nuestros bullados y dudosos éxitos deportivos. Pero éste es otro asunto.
Aquellos representantes de la ínfima minoría que todavía privilegia la cultura recordarán con admiración obras tales como Las brujas de Salem o Muerte de un vendedor viajante, de entre una extensa lista de títulos que –para muchos- lo erigieron en el dramaturgo estadounidense más destacado, aún por sobre Eugene O’Neill y Tenessee Williams. Se distinguió como un acerbo crítico de la cultura norteamericana; en sus obras abordó el conflicto social generado por el individualismo propio del modelo liberal, que lleva a la destrucción mediante la ruptura de la ética de la solidaridad y la justicia. No siempre contó con el apoyo de la crítica, con quien siempre mantuvo una actitud –mutua- de beligerancia. Se refería a los críticos como “gente que no puede cantar o bailar” y afirmaba “no conozco a ninguno que sea capaz de llegar al corazón de nada”.
Su intensa sensibilidad ante la injusticia del mundo lo llevó a mantener, durante toda su vida, una actitud activa en pro de la democracia y la libertad, mucho más allá del territorio literario, donde tampoco eludió de tratar estos temas, para él centrales en su visión humanista. En su momento, a fines de la década de 1930, su férreo código ético lo puso en directa (y por cierto peligrosa) trayectoria de colisión con el mccarthismo, inquisición renovada creada por la ultraderecha (y su pontífice fascistoide, el senador Joseph McCarthy) para perseguir al comunismo en una suerte de guerra interna infame desatada contra intelectuales y artistas en la “más grande democracia de occidente”. Miller se negó a dar nombres a la temida comisión de actividades antiamericanas encabezada por el implacable McCarthy, en tanto otros sí lo hicieron, como fue el caso de Elia Kazan (quizás el director que mejor entendió su obra), con quien se enemistó posteriormente. Sólo once intelectuales se negaron a delatar a sus colegas comunistas en el interrogatorio de la “comisión”. Las brujas de Salem es una metáfora de la caza de brujas de aquellos años de persecución, y hay quienes detectan en la obra un ajuste cuentas con Kazan.
Esos decididos pasos en pro de la democracia lo trajeron a Chile en los días previos al plebiscito a mediados de 1988, junto con el gran novelista William Styron (autor de novelas descollantes como La decisión de Sophie y Las confesiones de Nat Turner) para solidarizar con los artistas y escritores chilenos, a respaldar su libertad de expresión y sobre todo para apoyar la lucha de la oposición en contra de la dictadura de Pinochet. Tuve la suerte de compartir muchas horas con Miller y Styron en la Sociedad de Escritores, donde estuvieron en varias oportunidades, y conversar con ellos y otros escritores –entre ellos Poli Délano, uno de sus anfitriones. Ambos escritores se reunieron también con la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos, liderada por la inolvidable Sola Sierra, y con la Vicaría de la Solidaridad, entre muchas otras organizaciones de derechos humanos.
En la sede de la Sociedad de Escritores, Miller dio una conferencia donde explicó las razones de su visita. Allí expresó “Nos preocupa la situación de los periodistas puestos en prisión. También supe que artistas y actores fueron amenazados. Quiero demostrar que en Estados Unidos nos preocupamos por estas cosas”. “Para mí, Pinochet representa la dictadura y pienso que es inaceptable”. Por ahí un periodista agudo y bien vestido lo enfrentó con dureza preguntándole acaso había venido para ser utilizado políticamente; Miller sonrió para contestarle con simpleza: “sí”, respuesta que fue saludada con risas y un aplauso estruendoso del público.
En uno de los sucesivos encuentros, no pude resistir la tentación de –al saludarlo- estrecharle la mano vivamente y expresarle en mi limitado inglés “la enorme dicha que sentía por sostener la mano que había tenido el privilegio de acariciar a Marylin Monroe”. Él celebró con entusiasmo esta salida de madre, haciendo gala de buen humor, tal vez adivinando que era otro más de los eternos enamorados de la estrella. Los cuatro años que compartió con Marylin fueron turbulentos y complejos; apenas pudo escribir algo, y lo expusieron a una fama adicional todavía más intensa que la ganada como dramaturgo. Su relación con Marylin lo persiguió toda la vida, y en su estadía en Chile le preguntaron sobre ella varias veces en público; una de aquellas veces el escritor afirmó: “si estuviera viva, ya no sería un mito, y si pudiera hablarles, les diría que quisieran mucho a sus hijos, porque los maltratos que sufrió en su infancia la destruyeron más tarde”. No faltó la nota graciosa y absurda: un pasquín local nos avergonzó como país titulando “ex marido de Marylin Monroe visita Chile”.
Era muy, muy alto, y con su envidiable impermeable flotando se veía imponente caminando junto a nosotros, sus más bajos colegas chilenos, que nos sentíamos protegidos a su alero, como si nada fuera a ocurrir desde ese momento, como si el poder de la dictadura comenzara a corroerse, anticipando el derrumbe.
Ganador del codiciado Pulitzer, reconocido más allá de las fronteras de su país por su aporte a la dramaturgia, nunca se abandonó a la tentación de la comodidad, el glamour, o el mero distanciamiento de los problemas sociales. Indagó en la suciedad oculta debajo de las alfombras del sueño americano: la corrupción, el doblegamiento de la moral ante el poder del dinero,
Casi a los noventa años, murió en la casa de la granja en Connecticut que compró con su primer éxito teatral: Todos eran mis hijos. Con sus propias manos construyó su estudio y el mismo escritorio donde después escribiría Muerte de un vendedor viajero
A pesar de que recuerdo a Miller como un hombre que supo mostrar alegría en aquellos días de su visita a Chile, no era de sonrisa fácil. Por momentos su rostro reflejaba desazón, tristeza, y un examen más atento de su actitud un poco distante, incluso fría, aunque jamás desatenta, revelaba que en su interior flotaban sentimientos de rebeldía y disconformidad. Creyó que el teatro era un arma para traer luz al mundo, para disminuir las injusticias y el dolor humano. No sé si tiene razón, pero simpatizo con la idea; es más, intuyo que de un modo intrincado, inaccesible, está en lo correcto. Lo recuerdo con afecto, enorme y solidario, afectuoso, sabio, triste, ingenioso, ajeno a la complacencia, y sobre todo, lleno de ternura por la humanidad.

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