23 noviembre, 2008

Coincidencias


El afamado escritor se puso el sombrero de periodista y escribió la crónica acerca del ensayo del colega que lo entrevistó en televisión la semana recién pasada. Cuando envió el texto por correo electrónico, se puso el sombrero de editor y redactó el informe que aprobaba el volumen de relatos de su mejor amigo, compañero de universidad. Bebió un expreso admirando la factura de su último libro, publicado en la misma editorial donde trabajaba. Se dispuso a leer una docena de originales del concurso donde era jurado y reconoció la mano de un camarada: dejó su cuento en el montón de los buenos. Le llegó un correo anunciando que lo invitaban a un congreso en Colombia: la compañía era inmejorable, todos eran compinches; confirmó que asistiría. Descargó una elogiosa crítica de su libro y concluyó que estaba al debe con el autor. Después pensó qué haría con el dinero del premio Mayor: el fallo debía estar por anunciarse. Por fin se aprestó a escribir algunas páginas de la obra que lo consagraría definitivamente, pero ya era tarde y su agenda estaba plagada de reuniones.

21 noviembre, 2008

Contracuento de hadas


Con el tiempo, el príncipe ha engordado debido a la gula, el alcoholismo y la fiesta permanente. Ahora tiene una barriga gigantesca y una papada descomunal. Las piernas raquíticas apenas son capaces de sostenerlo. Hipa constantemente producto de una borrachera consuetudinaria. “Dios mío”, se dice con amargura la infanta, “ha terminado por convertirse en un sapo, igual que al inicio”. Y concluye que la historia es circular.

11 noviembre, 2008

Cabeza de televisor


La cabeza del hombre había ido tomando la forma del televisor que contemplaba buena parte del día. Mientras más miraba, más iba metamorfoseándose con el aparato. Sus rasgos se fueron desdibujando, hasta que la cara se convirtió en una gran superficie grisácea donde –en momentos gratos para él- surgían imágenes en movimiento. Unos pocos meses bastaron para completar la transmutación: su cabeza llegó a ser perfecto émulo de artefacto televisivo. Se prendía o apagaba –mediante un control remoto- a solicitud de las personas que lo acompañaran, quienes sintonizaban el programa que más les apeteciera. Tras un severo desorden psíquico resultante de la competencia entre los protagonistas de las series que exhibía, cayó en depresión y decidió apagarse para siempre. Sin embargo, nadie quiso aceptar este hecho: todos se sentaban a contemplarlo ávidamente. Después de un tiempo, sus cabezas empezaron a cambiar.
 
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