16 febrero, 2007

ESTÁS CAYENDO


Recuerdas aquellos caracoles tornasolados que disponías en filas geométricas que el sol iba desperezando, desordenando, esos obstinados seres encerrados en sus caparazones espirales, aguardando el momento preciso para emerger desde la obscuridad, desplegar sus filamentos sensibles, antenas, ojos que tactan la tierra ‑caracol, caracol, saca tus cachitos al sol‑. Más arriba los geranios, los floripondios gigantes ante tus iris infantiles, tus pupilas inundadas de verdes, de rojos, de amarillos; las manos ordenando los bicharracos que se animan con el calorcito y van en busca de los tallos, de las hojas tiernas. Entonces tu mente salta a otros recuerdos, subes por entre cerros cubiertos de pinos y eucaliptus, los pies haciendo crujir las agujas del suelo y las hojas lanceoladas y fragantes, las ramas en lo alto rozándose, frotándose, llevando a tu oído sonidos inquietantes por donde se deslizan las imágenes de los ogros, las hechiceras, los gnomos de los cuentos, vas de la mano de alguien que puede ser tu hermana, pero el rostro de ella está cubierto por una especie de neblina que te impide reconocerla; de pronto el bosque se rompe y aparece una duna interminable, atrás el mar se materializa llenando tus ojos hasta la saciedad con su extensión inmensa. Muy arriba un alcatraz flota estático en el viento con las alas desplegadas. Un lobo marino retoza cerca de las toninas que observas fascinado. Todo se esfuma y estás en la básica con tu overall beige inclinado en el escritorio desde donde te vigila el orificio destinado a un tintero extinguido por donde arrojas la goma que recuperas por abajo, entre los cuadernos se deslizan tus dedos, una y otra vez repites la misma operación mientras la maestra habla de esto y lo otro. Estás cayendo, estás cayendo. Sujetas torpemente, con unos chinches opacos, el editorial del Diario Mural sobre la superficie de corcho mil veces pinchada por tus manos; tu caligrafía se deja a duras penas entender, hablas ahí de las pruebas nucleares de los franceses en el atolón de Mururoa, la nube radiactiva cerniéndose sobre el continente con su carga de peligros genéticos; más allá unos recortes de diario sobre lo mismo, una composición también tuya sobre el día de los trabajadores "la matanza de obreros en Chicago fue un crimen puesto que ellos solamente buscaban un poco de justicia elemental, un poco de pan para sus hijos", esa frase que te salió de no sé dónde junto a más de una lágrima, ese nudo en la garganta que te ha perseguido siempre que algo no te gusta y hiere tu alma allá por el fondo ese que nunca alcanza a verse. El mismo nudo que se te hizo cuando dramatizabas ante el curso el final del cuento "Lucero" de Oscar Castro, ese instante en que el arriero ‑empujado por las circunstancias‑ debe lanzar su caballo, que es su amigo, su compañero; Rubén Olmos envía a la bestia de un solo empellón inmenso al abismo y se te quiebra la voz y los ojos se te nublan en tanto la sala de clases se ha convertido en un bloque de silencio donde casi nadie respira, mientras tú vuelves a tu puesto con los ojos medio cerrados para contener esa agua en el límite de los párpados, no ves los ojos enrojecidos de tus compañeros que te palmotean la espalda a la salida. Estás cayendo y oyes el burlitzer de la fuente de soda a la entrada del Liceo: Santana, Favio, Piero, The Beatles; estás tan apegado al cuerpo de una adolescente demasiado pintada, con un perfume que puedes sentir mejor si inclinas tu rostro sobre el hombro de ella, la aprietas con suavidad, ella te mira tierna a los ojos sonriendo, la invitas al patio, algún compañero te hace una señal con la mano empuñada y el pulgar hacia arriba, sientes que te sonrojas, por suerte la penumbra te salva, pero el corazón salta enloquecido ante la inminencia del beso que viene, los labios que se desatan en mensajes húmedos, en mordeduras sutiles que ella ‑sin duda más experta‑ va enseñándote a ti que nunca antes has besado a nadie y ya ni puedes escuchar los acordes de "Let It Be" porque la tibieza de una lengua te recorre labios, paladar, dientes, porque ella te abraza fuerte, fuerte y ya nada, nada importa lo que ocurre afuera de los dos. Caes y llevas puesto un pañuelo que cubre la mitad de tu rostro, sal bajo los ojos y alrededor de la boca, succionas un limón para amortiguar el efecto de los gases lacrimógenos; las bombas caen por todas partes del liceo tomado, arrojas piedras casi a ciegas desde el techo del tercer piso, al lado de tus compañeros estás combatiendo, con rabia tremenda, la rabia que te hace arder cuando recuerdas el callejón oscuro que te obligaron a cruzar en la micro de los carabineros, aún sientes los puñetazos y las patadas bestiales del Grupo Móvil sobre tus trece años; entonces ya no sientes el ardor en los ojos ni el gas que te ahoga y arrojas con furia las piedras que vuelan hacia el blanco. ‑¡Ganaste, ganaste, compañero!‑ gritas solo en tu pieza al escuchar los escrutinios finales, solo, porque estás agripado en cama y tus padres y hermanos estarán celebrando en otra parte sin ver las lágrimas que salen ahora de tus ojos sin vergüenza, ríes y lloras enloquecido de alegría. Caes, vas cayendo. Los tanques se desplazan por la ciudad con su lenguaje de fuego y muerte. Los aviones de guerra bombardean el palacio presidencial. Tú, junto a los demás, esperando en un sótano las armas y lo soldados patriotas que nunca llegaron; tuviste que irte finalmente, comenzar el peregrinaje por cien calles, esos días llenos de pólvora en que no podías regresar a tu casa, en que no supiste nada de tu familia, esos días que se llevaron tantos amigos, ese amigohermanocompañero que se fue entre tus brazos, ese poema que empezarías escribir desde ese mismo momento, esos versos por los cuales más de alguien te dijo "deberías dedicar más tiempo a escribir", pero tú no, dale con que es más importante la libertad que un millón de poemas, por hermosos que estos fuesen. Vas cayendo y está Cristina frente a ti, Cristina con su mirada llena de dulzura, Cristina acurrucándote como un niño cuando te viene la pena y te besa los ojos cerrados y te hace cariño en el cabello. Cristina que te muerde los labios, que te deja marcas en el cuello, en los hombros después de hacer el amor, que se desnuda con esa ternura enorme que se trasluce en todos sus movimientos tan únicos, tan suyos. Cristina y ese salvajismo de ambos que va creciendo hasta quedarse quietitos, extenuados, aún besándose, queriéndose más que antes. Caes, hermano, y puedes ver las copias a mimeógrafo que van saltando en cada vuelta del rodillo, tus manos escribiendo las paredes de la ciudad, tu voz (que no parece la tuya) en el centro de un mitín callejero. Caes, hermano, y aún no hace un minuto que alguien gritaba: " Cuidado, cuidado, que andan agentes de civil! ". No hace un minuto todavía que estabas en la barricada junto a otros cantando, con el rostro iluminado por las llamas ondulantes, feliz de estar ahí, peleando con tu gente. No hace nada casi que se sintieron los estampidos y comenzaste esta caída lenta lenta lenta lenta donde recuerdas tantas cosas y no sabes por qué, sólo sabes que estás cayendo, no tienes por qué saber la razón de estos recuerdos, compañero, estás cayendo, compañero, sólo eso, cayendo.


* este cuento pertenece al volumen LUGARES SECRETOS (Mosquito Comunicaciones, 1994), Premio Consejo del Libro al Mejor Libro de Cuentos publicado ese año.
 
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