28 diciembre, 2007

Ciencia ficción en Latinoamérica (1).El estado de la cuestión

Por Guillermo Roz



No hay reseña periodística, ni análisis mas o menos actual del estado del género en Latinoamérica que no presente básicamente dos lados: uno el de la queja y la pena por el poco o nulo apoyo institucional y económico a la producción, y el otro el denodado esfuerzo de los escritores y editores para quienes la ciencia ficción es un arte dentro del arte, una literatura dentro de la literatura, casi una asociación con tintes de defensa deportiva.

En el lado de la queja los actores del panorama de la ciencia ficción reconocen en Internet el soporte «salvador» para la pervivencia y propagación de un modo literario, ya que las características socioeconómicas de una región del mundo castigada se mezclan o son el origen de ciertas reivindicaciones. Al respecto, podemos decir que los grupos de personas que se congregan para producir o discutir sobre el género (congresos, fanzines en papel, asociaciones de cultores o fans) empiezan y culminan sus proyectos en la creación de una página web, que será su medio de comunicación además de su eje vertebrador. Para comprobar esto no hay más que dar una vuelta por Internet, donde se comprobará cómo en Latinoamérica esa Babel digital representa un papel más destacado y protagónico en el muestreo de esta literatura que en otras zonas del planeta donde el apoyo económico puede solventar la edición en papel de, por ejemplo, autores de ficción noveles y ensayistas.

Por otro lado hay que destacar la iniciativa de estos grupos, la creatividad de sus proyectos y la mirada culta sobre un género definitivamente marginal, en cuanto a su difusión y comercialización en América latina. Los casos de Marcelo Cohen en Argentina (El oído absoluto, Donde yo no estaba), del peruano residente en Madrid Doménico Chiappe (Entrevista a Mailer Daemon) o del chileno Diego Muñoz Valenzuela (Flores para un cyborg) habla a las claras de que existe una calidad literaria indiscutible que se origina en Latinoamérica y que tiene como aporte decisivo y fundamental un giro hacia una ciencia ficción centrada en el intimismo psicológico, humanizador, un giro que relega el componente tecnológico al sitio de una mera cortina decorativa, a veces ridícula, a veces disparadora de la imagen de un futuro donde se comprueba a las claras que los problemas humanos, universales y atemporales, no los remienda ningún robot o máquina voladora.

Así, entre la angustia y la fe, entre la producción y los obstáculos económicos, un grupo de latinoamericanos sigue inventando una manera propia de ciencia ficción que constituye un corpus que debe ingresar si no al canon, sí al corpus de la literatura, en cuanto dialoga con una tradición y pone en evidencia procesos de apropiación de modelos y estéticas de otras literaturas.

http://cvc.cervantes.es/el_rinconete/anteriores/diciembre_07/14122007_01.asp
Viernes, 14 de diciembre de 2007

Centro Virtual Cervantes © Instituto Cervantes,

23 diciembre, 2007

Espíritu navideño


El viejo pascuero estaba sobregirado. Se veía venir la catástrofe desde los años precedentes. Los chicos pedían más y más, sin límites. No fue posible revertir la tendencia. Los bancos hicieron efectivos sus procedimientos de recuperación y lo confiscaron todo: trineos, renos, regalos, enanos, hasta el traje del viejito, que quedó en calzoncillos en pleno polo. Luego vino la debacle: primero quebraron los fabricantes de juguetes, artículos electrónicos, ropa, CD, computadores, libros. Luego, por arrastre, los comercios gigantes y los bancos, y vino esta crisis terrible. Un analista sabiondo –de esos que explican las catástrofes cuando ya han ocurrido- ha dicho que el origen de la debacle estuvo en la codicia de los bancos, en su carencia de espíritu navideño.

12 diciembre, 2007

El trencito

Cuando sus padres le regalaron el tren eléctrico le brillaron los ojitos, apareció una sonrisa más larga en sus labios, daba saltos de felicidad. El tren subía y bajaba unas lomas, atravesaba desvíos, puentes, pequeñas estaciones.

Fue muy grande el precio de este tren; tendrás que cuidarlo mucho. Sólo podrás armarlo en ocasiones especiales. Esto le advirtió el padre.

Entonces ya no vio tan hermoso el ferrocarril en miniatura. Sin embargo, para sus cumpleaños y para navidad ensamblaba las piezas religiosamente, como si fuera un rito. Así hasta que cumplió doce años. El juguete quedó por allí, impecablemente almacenado en su caja con palabras en inglés. Mucho tiempo después, cuando el hijo ya tenía su propia familia y no visitaba más que una o dos veces al año a sus viejos padres (para ocasiones especiales), la anciana encontró el trencito. Estaba como recién salido de la juguetería.

- ¡Viejo, ven!‑ llamó al padre que acudió rengueando‑. Mira el tren del niño, lo encontré recién. Mira, está casi nuevo.

‑ Bueno, yo y tú le enseñamos a cuidarlo. Por eso está como nuevo.

‑ Lo echo de menos a veces, sería bueno que nos visitara más seguido.

Se quedaron silenciosos. La anciana se arrodilló en el piso y se dispuso a montar las líneas férreas. El padre dudó un instante antes de hacer lo mismo.

Ahora el tren está en funciones la mayor parte del tiempo. Los viejos lo echan a caminar y el tren recorre la llanura, los puentes, los pequeños poblados.

‑ ¡Qué suerte que el niño lo haya cuidado tan bien!‑ repite alguno de los dos, de vez en cuando.

Y sueltan algunas risitas de felicidad, brincan de alegría. En ciertas oportunidades alguna lágrima les torna borrosa la visión. ‑Será la edad ‑ dicen ‑qué otra cosa, si somos tan felices.

01 diciembre, 2007

Necrofilia 1


La doctora se acercó libidinosa a la mesa de disecciones del Instituto Anatómico Forense. Voluptuosamente se desprendió de su delantal y quedó desnuda, hermosa y palpitante frente al cuerpo que descansaba sobre la mesa, cubierto con una sábana amarillenta. Verificó la etiqueta que colgaba de una de las manos exánimes y asintió satisfecha. Arrancó la manta y descubrió el cuerpo también desnudo del cadáver, provisto de un enorme sexo erecto. Lo bañó con vaselina y saltó sobre él con salvajismo. El olor a formol la excitaba cada vez más. Gemía como un animal embravecido. Junto con el feroz orgasmo, él regresó a la vida y clavó sus colmillos en la yugular de la legista. Y murieron y vivieron felices para siempre.

25 noviembre, 2007

Mutatis mutandi


La chica se empeñó en cambiar su nariz: quería una más pequeña y respingada. Sus abnegados padres se lo concedieron. Hay que decir que antes ella se había teñido el pelo de rojo e insertado siete piercing en aquellas escasas partes de su cuerpo todavía no cubiertas por un tatuaje. Tras sucesivas pataletas convenció a sus progenitores para realizar nuevos cambios. Se agrandó los senos, aplanó su barriga, estilizó sus piernas y afirmó sus nalgas. Y muchas otras cirugías. Dos años después poco quedaba de ella misma. Sufrió una crisis identitaria que agravó su bulimia y la depresión endógena que la afectaban. Desesperada, se arrojó desde la terraza de un edificio. Nadie reconoció sus restos.

18 noviembre, 2007

Necrofilia, 2

Ocioso, desesperado por la carencia de trabajo, vago por la ciudad. Entro en una capilla donde se advierte mucha actividad. Cuando la veo dentro del ataúd, infinitamente tranquila, sumisa ante la muerte, con una leve sonrisa de satisfacción dibujada en los labios algo pálidos, comprendo que me he enamorado perdidamente. Es la mujer perfecta para mí: jamás me reprochará, carente de caprichos, se someterá a mis designios sin objeciones perversas. Me acerco a los deudos con tranco lento, calculado. Primero abrazo a la madre, que llora sobre mi hombro sin consuelo; luego a su devastado progenitor, a sus hermanos y hermanas que no hallan consuelo. Me siento en las bancas que rodean el catafalco y simulo rezar con los ojos entrecerrados. Sigo el ritmo de las expertas ancianas que recitan letanías milenarias en un circuito sin fin.

La hora pasa y los deudos van menguando con velocidad creciente. Cada media hora me incorporo para observarla. Su belleza serena me conmueve y me excita. En la ventana alcanza a vislumbrarse el nacimiento de sus pechos soberbios. Las fotografías que descansan entre las guirnaldas atestiguan su hermosura arrobadora. El amor y el deseo crecen en mi interior como bestias incontenibles. Por fin se retiran los padres, arrastrando los pies, antes de despedirse me advierten que la capilla cerrará en unos minutos. Me desean conformidad. Les digo que me quedaré orando esos minutos. Quedo solo. Me oculto bajo el ataúd, atrincherado entre guirnaldas. Viene un ominoso silencio que interrumpe el sacristán, que entra al recinto y cierra la puerta con candado. Siento su respiración acezante, la brutalidad con que levanta la tapa de la urna. Desnudo se encarama sobre el cajón gimiendo palabras de amor, le arranca las vestiduras a tirones y lanza terribles imprecaciones. Entonces salgo de mi escondite y le propino a la bestia el golpe mortal con un candelabro. Lo aparto con repugnancia y tomo su lugar. Le hablo en susurros, la voy besando en toda su magnífica desnudez, seduciéndola con amor infinito. Toda una noche hay por delante. Después vendrán el duelo, la nostalgia, el amor eterno.

03 noviembre, 2007

Literatura y desarrollo; ponencia para Primer Foro por el Fomento del Libro


Ponencia presentada en I Foro por el Fomento del Libro: San Felipe Ciudad que Lee, Octubre 2007

Literatura y desarrollo


Me cuenta un querido amigo, gran lector que aprecia la literatura chilena (y que sabe que este tiene sus raíces muy atrás en el tiempo, es decir, que no es una novedad, como algunos creen o quieren hacernos creer) que supo acerca de la existencia de un libro titulado “Nosotros somos del tamaño de nuestros sueños”. La idea es inquietante, por cierto, e iniciamos la búsqueda con grandes expectativas que espero sinceramente no sean frustradas por un texto chabacano tipo auto ayuda. Sin embargo ya el mero título gatilló en mí una tormenta de conexiones que me ayudó a ver viejos asuntos de una manera distinta, aunque el diagnóstico sea el mismo.

No me caben dudas acerca de la veracidad de esta afirmación, en toda la dimensión maravillosa y terrible de su significado. Sostengo, más sobre la base de la experiencia que desde la teoría, que literatura y lenguaje están íntima y sólidamente relacionados. El mayor conocimiento de la literatura, la lectura literaria entendida como actividad permanente desde la edad más temprana (incluso antes de que los niños aprendan a leer), lleva al desarrollo del lenguaje. Y el lenguaje constituye la base del pensamiento humano; se dice que hemos llegado a ser, para bien o para mal, la especie dominante del planeta gracias a nuestra capacidad de comunicarnos, es decir, gracias al lenguaje. No es que seamos eximios maestros en el arte de la comunicación, la historia está sembrada de contraejemplos, pero es gracias al lenguaje que estamos donde estamos.

¿Y sin casi nadie lee, como señalan tanto las encuestas como los resultados del fracasado esquema de educación municipalizada, qué pasará con la calidad de nuestro ya degradado lenguaje? Es vergonzoso contemplar, con impotencia y rabia contenida, la pobre manera de expresarse de muchos periodistas y hombres públicos, no poco connotados dirigentes políticos, empresarios y representantes de la ciudadanía: devorados por las muletillas y la miseria lingüística. Si el lenguaje es magro, las ideas también lo son.

Se ha dicho en algunos estudios que el promedio de palabras que usa un chileno es de 600. Esto no sólo indica un empobrecimiento en la capacidad media de expresión, sino que se correlaciona con una falta de comprensión del mundo que nos rodea, incluso con la imposibilidad de hacer ciertas distinciones, de darse cuenta de la existencia de algunos fenómenos o situaciones en curso que pueden estar afectándolos en forma tan seria como negativa. Esta es la verdadera gravedad del asunto.

Entre cognición y lenguaje existe una relación directa: nombramos a las cosas que nos interesan, aquellas con las cuales trabajamos en forma más directa, ya sean concretas o abstractas. Si no tenemos un nombre para algo, es porque no nos interesa, porque no nos sirve para nada, sin que esto conlleve un sesgo peyorativo, porque el criterio de servicio puede enfocarse en un amplio rango: desde lo más pragmático y material, hasta las abstracciones más puras.

¿Así que clase de sueños podemos tener? ¿Sueños de riqueza, gloria, poder, como aquellas efigies de los comerciales de la televisión? ¿Hombres y mujeres jóvenes, bellos, disfrutando de la vida en un yate que navega en aguas tropicales? ¿Un vaquero que galopa por la inmensa estepa con un cigarrillo en los labios, sin saber que corre hacia la muerte? Hablamos de sueños individuales, pero ¿qué pasa con los sueños colectivos, los sueños de país? ¿Qué pasa con los sueños de justicia y desarrollo? ¿Cómo podemos soñar si no leemos los sueños más enormes de la humanidad que la historia recoge en forma de literatura?

Me resulta difícil creer que un niño que no lea (y que entienda lo que lee, y lo disfrute) puede ser protagonista de los sueños. ¿Podrá ser un emprendedor si no domina el arte de soñar que los libros de ficción infunden? ¿Podrá entender y amar a los demás si no conoce nuestra historia, siquiera nuestra historia más reciente? ¿Podrá comprender la importancia capital de valores como la libertad, la solidaridad y la justicia sin buscarlos denodadamente en las mejores páginas de la literatura mundial? ¿O tendrá que conformarse con las misérrimas y antojadizas versiones con que suelen ametrallarnos desde los medios de comunicación?

¿Qué les preocupa hoy a los escritores?

A priori esta es una pregunta imposible de responder de forma única en la actualidad. Hay múltiples y muchas veces extrañas respuestas que son expresión de una crisis. Las preocupaciones más llamativas van desde la crisis del medio oriente hasta el uso malévolo de dineros institucionales, del discernimiento de los fondos estatales de la cultura (normalmente reclamando porque se aprobó el proyecto de algún ente indigno en vez del propio) hasta la discusión de los fallos en concursos literarios. La verdad es que ninguna de estas temáticas parece atractiva, ni menos aún constructiva. Buena razón para proponer otros asuntos más relevantes.

La política subsidiaria del estado en materia de cultura se basa en un concepto que hace crisis día tras día: los concursos de proyectos. Amén de las “fiestas culturales”, florilegio de zancos, colombinas y batucadas, poco más puede evidenciarse después de algunos años de existencia de un Ministerio del ramo.

Los concursos de proyectos no dejan construir una política cultural sólida y continua, puesto que los criterios de los jurados del Fondo del Libro son cambiantes (en un espectro impresionantemente amplio), heterogéneos (casi esquizofrénicos al comparar año por año los criterios aplicados). En este escenario, el quehacer de instituciones culturales como Letras de Chile –cuyo quehacer y aporte en diversos ámbitos está absolutamente acreditado- está abandonado al arbitrio de esta variabilidad oscilante y contradictoria de juicios. Poco puede esperarse en la empresa privada y menos todavía de los escuálidos bolsillos de aquellos escritores que a pesar de todo sostenemos un quehacer independiente.

Carecemos en consecuencia de una política de claras prioridades y objetivos, que permita dar continuidad a ciertos esfuerzos e iniciar iniciativas que urgen… ¿Cómo cuáles dirá usted? Veamos algunas:

· Financiar en forma masiva y decidida la visita regular de escritores a escuelas básicas y liceos para fomentar la lectura directamente (en nuestra experiencia el contacto de los alumnos con escritores es altamente efectiva para despertar el interés por la literatura, lo cual coincide con experiencia comparada en Argentina, Brasil y México)
· Financiar en forma permanente medios electrónicos de difusión literaria que tienen una audiencia numerosa y que buscan innovar continuamente (por ejemplo, http://www.letrasdechile.cl/ tiene más de 6.000 visitas diarias)
· Promover la traducción y publicación de obras de autores chilenos en el extranjero a través de un mecanismo a crear. ¿No sería esta una exportación no tradicional de alto valor agregado?
· Buscar un mecanismo para estimular la instalación de nuevas librerías (es preocupante que no lleguemos a sumar 100 puntos de venta de libros en todo Chile; hay comunas y ciudades sin librerías ¡qué vergüenza!). Por ejemplo podrían comprarse libros a través de las pequeñas librerías, he ahí un mecanismo de subsidio.
· Otro nudo o cuello de botella: la distribución nacional de libros, sobre todos aquellos autoeditados o publicados por las editoriales nacionales que deben competir contra los gigantes transnacionales en condiciones bastante adversas). ¿No podría intervenir el estado en esta material para regular tanto el acceso a la cultura como la competitividad del mercado?
· La empresa Correos de Chile podría aplicar una tarifa que fomente el envío de libros e impresos (que hoy resulta más caro que cualquier carta o encomienda, o sea se castiga el envío de un libro como difusión o regalo, o incluso originales para un concurso)

La política de concursos del Consejo del Libro permite por ejemplo que se adjudiquen recursos instituciones estatales para proyectos de infraestructura que debieran financiarse con presupuestos locales. El máximo ejemplo es el concurso de adquisiciones de libros ¿Por qué de una vez por todas no se incrementa el poder de compra de la DIBAM y se centraliza allí esta función?

Se podrá alegar que los recursos son menguados, pero es preciso recordar que la Ley del Libro se hizo sobre la idea de que el IVA de los libros (ya que no se podía eliminar por un impedimento relacionado con las paradigmas económicos vigentes), se reinvirtiera completamente en el sector.

Ciertamente no es el monto del presupuesto lo que solucionará esta problemática sino que las nuevas e inteligentes y estructuradas políticas (orientadas por una visión nuclear) que se definan y el criterio con que se apliquen. Pienso que los mecanismos de operación del Consejo del Libro debieran repensarse, desde su propia integración (lo mismo debiera hacerse con el Premio Nacional de Literatura) y mecanismos de selección de jurados y evaluadores. Pero todo esto requiere, primero, la definición de una política cultural que oriente los esfuerzos, defina prioridades, dé estabilidad al quehacer literario en toda su cadena y se centre en las tareas prioritarias más allá de la mera resolución de concursos de asignación de fondos.


Diego Muñoz Valenzuela

“Microcuenteros hay muchos, pero microcuentistas muy pocos”


Diego Muñoz Valenzuela presenta su libro de minirrelatos “De monstruos y bellezas”

Destacado autor de miniaturas literarias, el escritor desconfía del actual boom del género y declara que él escribe debido a su “beligerancia ante las manifestaciones negativas del sistema social y económico”.

por Leonardo Sanhueza
diario LAS ÚLTIMAS NOTICIAS, domingo 23 de septiembre de 2007


Diego Muñoz Valenzuela es uno de los escritores más quitados de bulla de la escena literaria actual. Tranquilo por las piedras, ha publicado seis libros, los que sin estruendos lo han situado como uno de los narradores más sólidos de su generación.

En el colmo del bajo perfil, su género predilecto es el cuento, en especial el microcuento o relato extremadamente breve –a veces sólo un par de líneas-, ámbito en el que Muñoz ha figurado como destacado cultor desde la década del setenta, y al que pertenece su más reciente libro, De monstruos y bellezas, que ha aparecido bajo el sello editorial de Mosquito.

Con sus cuatro piezas iniciales remitidas al quizás más famoso microrrelato que existe (“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”, de Augusto Monterroso), el volumen muestra de entrada sus cartas en el juego de la literatura minúscula, que actualmente parece pasar por una especie de boom.

Al respecto, Muñoz se muestra más bien escéptico.
-Ojalá existiera –dice- un verdadero boom del microrrelato en su forma literaria más acabada.
-¿No lo hay?
-Es un género que está teniendo algún impacto en los medios, porque genera la ilusión de cualquier ingenioso conjunto de palabras que remede una historia viene a constituirse en una minificción. La rigurosidad y la creatividad requeridas para dar a luz un buen microcuento alcanzan niveles bastante altos. Quiero decir, micro-cuenteros hay miles, pero micro-cuentistas muy pocos.
-¿A qué se debe esa escasez?
El propósito de un micro-cuento es ante todo estético. Eso deja fuera a los chistes, por ejemplo. El dinosaurio de Monterroso, más allá de su concisión extrema, es un excelente ejemplo de la potencia de este género: sugerente, impactante, capaz de inducir una multiplicidad de significados y reflexiones en el lector. En contraste, me aterra que se imponga lo pedestre, la trivialidad, el ingenio barato, la pobreza de lenguaje, el efectismo. La antiutopía convertida en realidad. Aunque quizás ya vivimos en ella.

Varios de los microrrelatos de Muñoz abordan aspectos de la vida actual, con personajes como el Homo Crediticius, que vive endeudado, o el Quijote que, rumbo a su casamiento con Dulcinea, no le hace caso a su insistente –y quizás muy urgente para el novio- teléfono celular.

-Inevitablemente, involuntariamente –explica el narrador-, relaciono la vida con la literatura. Mis preocupaciones literarias provienen de la realidad, de mi disconformidad con el mundo en que vivo. La principal razón para escribir, en mi caso, surge de una beligerancia ante las manifestaciones negativas del sistema social y económico: manipulación, superficialidad, abuso, dominación, injusticia. En todo caso, no planifico las temáticas en mis cuentos. Las historias nacen solas, son criaturas vivas que se alimentan por igual de literatura, imaginación y vida social.

Recuadro: Arreglines y criticones

Ganador , en dos oportunidades, del codiciado Premio del Consejo Nacional del Libro a las mejores obras literarias, Diego Muñoz le echa en uno de sus cuentos una repasada al mundillo de los concursos, jurados y presuntos arreglines, cuyas encendidas polémicas, a la larga, parecen más bien caídas del catre.

-Muchos colegas –señala- motivados por la escasez de privilegios y por sus necesidades, que son auténticas, caen en la tentación de manipular, criticar, descalificar, acusar y envilecer lo poco que tenemos en materia de compensaciones. Estoy muy lejos de creer que todos los premios y becas estén manipulados: esa sería una visión injusta y paranoica.

21 octubre, 2007

Elogio de Luis Sánchez Latorre

En días recientes hemos debido despedir a un intelectual valioso, erudito y valiente, a quien le cupo jugar un rol notable en el terrible periodo de la dictadura militar: Luis Sánchez Latorre, escritor, periodista y crítico literario. Presidió con dignidad, sagacidad y coraje la Sociedad de Escritores de Chile (SECH) por más de una década, desde donde se desplegó –desde el inicio del régimen- una creciente labor de resistencia de los intelectuales. La casona de Simpson 7, acogió a los perseguidos, fue voz de los sin voz, baluarte de la intelectualidad que enfrentaba la maquinaria asesina sin más armas que la inteligencia y la decisión de acoger el imperativo ético de luchar por la libertad arrasada.


Irónico, socarrón, dotado de una vena de humor ácido, erudito de la literatura, realizó una labor crítica de enorme valor durante seis décadas bajo diversos seudónimos, el más conocido Filebo, que se convirtió en el apelativo más corriente para referirse a su persona. Este trabajo crítico monumental, que esperamos sea objeto de acopio y estudio, fue el fundamento para otorgarle el Premio Nacional de Periodismo en 1983, junto a libros imprescindibles como Los expedientes de Filebo, Lejano Oeste y Memorabilia.

Cronista por excelencia, dotado de una oratoria y un humor extraordinarios, Sánchez Latorre era capaz de iluminar cualquier mesa redonda, tertulia o simple reunión, y elevarla a la calidad de eximia conferencia. Esta capacidad incluía, por cierto, las prolongadas asambleas con que “el pueblo de los escritores” (así lo denominaba él) celebraba en los tiempos más oscuros para exorcizar unas horas los flagelos de la tiranía. Filebo tenía arte para dirigir aquellas discusiones interminables y hacerlas recalar en algún puerto que infundiera optimismo y esperanzas. Al mismo tiempo, gracias a sus dotes de observador agudo, las convertía en admirables clases de literatura chilena que recuerdo con agradecimiento, pues enseñaba aquello que los textos oficiales jamás transmiten, y lo realizaba con deliciosa acidez y sabiduría.

No hay otra explicación para que asumiera la responsabilidad de conducir la Sech en dictadura que una tremenda vocación democrática y de servicio, junto a su devoción profunda por la literatura (murió como vivió: leyendo). Un profundo sentido moral lo llevó a desafiar los laberintos del poder militar desde la casa de Simpson 7, al frente de un “pueblo de escritores” que carecía prácticamente de todo: tribuna, trabajo, libertad. Una ética implacable lo saca del ámbito protegido y sagrado de su casa y su familia, a quienes se consagró desde siempre, con infinito amor.

Desde aquellos años que rememoro con cariño, he tenido que despedir a grandes escritores que tuvieron también la virtud de ser extraordinarias personas y maestros inolvidables tanto por su sabiduría como por su ausencia total de grandilocuencia: Diego Muñoz Espinoza (mi padre), Martín Cerda, Rolando Cárdenas, Jorge Teillier, Enrique Lihn, Juvencio Valle, Mariano Aguirre, Carlos Olivares. Ahora es el turno de Luis Sánchez Latorre y –más allá de la pena y la nostalgia inevitables- me inunda un sentimiento de gratitud y cariño hacia un maestro que vivirá conmigo hasta el último aliento.

Diego Muñoz Valenzuela
Octubre 2007

14 octubre, 2007

DE MONSTRUOS Y BELLEZAS comentado por JUAN MIHOVILOVICH

DE MONSTRUOS Y BELLEZAS; en el diario EL CENTRO, Talca, Suplemento LIterario; Viernes 3 de Agosto, 2007.

Cuento Mosquito Comunicaciones 2007
71 páginas.
Autor: Diego Muñoz Valenzuela

Lo que distingue a un autor de otro –u otros- no es, en definitiva, sólo la opción por los temas de que trata. Al fin de cuentas la naturaleza humana no es demasiado original en incursionar en nuevas perversiones, afanes de dominación o sometimiento de unos en desmedro de los demás. Lo que sí resulta significativo al momento de leer a un creador verdadero es la mirada con que desmitifica su entorno, la manera en que su visión de los seres y las cosas consigue remover nuestras fibras íntimas y hacer relaciones con el mundo adyacente.

Ese mundo que pareciéramos no ver, que ocurre y discurre a nuestro lado como si se tratara de una realidad ajena, o ni si siquiera fuera una realidad de la que formamos parte La vida de los otros no es la nuestra, pareciera ser una premisa fácil, acomodaticia, y esa constatación moderna nos escuda de sentirnos cómplices por las atrocidades y desviaciones del espíritu humano.

Pues bien, Diego Muñoz nos dice algo diametralmente opuesto. La “otredad” nos importa o debiera importarnos en tanto somos parte de lo mismo. No hay otros sin uno y la visión compartida de las miserias ajenas importa nuestras propias miserias personales. Así la corrupción del mundo moderno (Influencias, Premios Literarios, entre otros) no es una entelequia, sino una realidad virtual a escala humana básica: la manipulación de situaciones para beneficios personales resultaría verdaderamente humorística, como de hecho se evidencia en esas narraciones, sino fuera porque detrás de ellas discurre una ausencia absoluta de valores consustánciales a la esencialidad individual.

Las alusiones alegóricas que cruzan varias narraciones (De monstruos y bellezas, El gigante egoísta, Secuelas del verdugo: el complot, Don Quijote 1 y 2, Logro de objetivos etc.) dan cuenta de una agudeza e ingenio poco común en nuestras letras para desnudar en pocas líneas la patética carencia de solidaridad trastocada por “monstruos cotidianos” como la ambición desmedida, la avaricia o el poder implacable que somete sin concesiones.

No existe, para nuestra desgracia, un horizonte demasiado esperanzador: la tragicomedia de nuestro tiempo pareciera ser una variante de la contraposición. Los sueños son refracciones de nuestras propias contradicciones, de nuestros apetitos desmedidos, de nuestra deserción de la vida simple donde los gestos “amables” dieron paso al cálculo preciso, a la codicia sin retorno y a la deslealtad como norma de vida.

Estos cuentos soportan en su parquedad y concisión nuestra precariedad humana, la desgracia de contemplarnos a un espejo donde la bella y la bestia se confunden según el ángulo o el momento.

En esta parábola del desencuentro subyace, sin embargo, la reflexiva literatura de Diego Muñoz: es posible desentrañar lo que somos por lo que no somos. Pareciera una constatación elemental, pero que como especie hemos olvidado o pospuesto tras intereses mezquinos y circunstanciales.

Un libro que nos rescata de la frivolidad mundanal, que nos desconcierta a veces y nos sacude en otras. Que nos emociona o hace sonreír bajo el señuelo mordaz o el sarcasmo, escrito con una pulcritud y llaneza que nos reconcilia con la literatura de verdad.

Juan Mihovilovich




13 octubre, 2007

De dinosaurios y paradojas


Revista de Libros, El Mercurio

Domingo 7 de octubre de 2007


De dinosaurios y paradojas

por Hernán Poblete Varas


El ya legendario cuento de Monterroso ha hecho escuela y ha enseñado a muchos la mágica virtud de la brevedad. Lo que no todos saben es que Dinosaurio llamaba a uno de sus contertulios aquel grupo de farreros en que seguramente militó el gran Monterroso. Y ahí estaba, durmiendo la mona cuando despertó el anfitrión.


Diego Muñoz Valenzuela, en su reciente libro De monstruos y bellezas, erige como un símbolo de paradoja y brevedad la lección de Monterroso, sin servidumbre, sino con nueva mirada sobre el manejo del microcuento, especialidad en la que se está convirtiendo en un maestro. Le basta una línea (a veces algo más) para abrir las puertas de la imaginación, a menudo algo entornadas, del "desocupado lector".


Hacer un inventario o un resumen de estos brevísimos cuentos sería ofender al ya despercudido lector que, seguramente, avivó la imaginación con el primero de estos relatos: "Cuando despertó, le habían robado el libro de Monterroso". O este otro, con su ternura soterrada: "Cuando despertó, el dinosaurio de peluche todavía estaba allí. Lo abrazó, sonrió y continuó durmiendo".


Basta de citas. Sólo para terminar, remito al lector a ese microcuento que Diego Muñoz titula "Alzheimer". Conocido el personaje... ¿o no?Diego Muñoz Valenzuela domina su oficio y la claridad de su estilo ilumina la mente.Como para darle las gracias.



DE MONSTRUOS Y BELLEZAS
Diego Muñoz Valenzuela
Mosquito editores, Santiago, 2007, 71 páginas, $5.500.
MICROCUENTOS

05 agosto, 2007

Don Quijote 2005, II


Ulula con gran resonancia el teléfono celular de don Quijote, mas el hidalgo no transige y continúa cabalgando su rocín en derechura. Sancho resopla del otro lado de la línea, a Dios rogando que el caballero tenga a bien responder a la llamada que torciera el acechante destino. Dulcinea espera en la puerta de la iglesia con un ramo de orquídeas y exhala un suspiro al ver al caballero aproximarse al galope en lontananza. Viene por la avenida colmada de gentes que lo vitorean agitando banderillas de La Mancha. “Ella no es quien usted cree que es, don Alonso”, resuella el fiel escudero, “grandes decepciones le aguardan, mi señor, contestadme por la gracia de Dios”. Don Quijote carga con el rostro iluminado, sin hacer caso a la infernal sonaja.

Tomado de "De monstruos y bellezas", por Diego Muñoz Valenzuela, publicado en Julio de 2007 por Ediciones Mosquito

22 julio, 2007

Sueño con dinosaurio (2)


Cuando despertó, el dinosaurio de peluche todavía estaba allí. Lo abrazó, sonrió y continuó durmiendo.

Tomado de "De monstruos y bellezas", por Diego Muñoz Valenzuela, publicado en Julio de 2007 por Ediciones Mosquito

un microcuento en DE MONSTRUOS Y BELLEZAS


Sueño con dinosaurio (1)

Cuando despertó, le habían robado el libro de Monterroso.
Tomado de "De monstruos y bellezas", por Diego Muñoz Valenzuela, publicado en Julio de 2007 por Ediciones Mosquito.

01 julio, 2007

¿Qué cabe dentro de un maletín?


Caben muchos conceptos dentro de un maletín: improvisación, demagogia, intereses exacerbados, negocio, imagen, codicia, descoordinación, apresuramiento. Nos referimos a la iniciativa del Ministerio de Educación de entregar un maletín literario a 400.000 familias de escasos recursos, postergada por acción de los gremios de editores que reclamaron respecto de la confusa y acelerada convocatoria a licitación.

¡Once millones de dólares en libros para ediciones sobre 100.000 ejemplares! Un auténtico sueño, libros para todos. Creo que esta cifra es más del doble de lo que maneja el Fondo del Libro en un año. Si tenemos en cuenta la materialidad de este maletín repleto de billetes, debiéramos concluir –más allá de quienes se beneficien directamente, ya sea por razones de negocio o imagen- que es posible encontrar muchas otras alternativas de aplicación. No es claro que los “maletines literarios” vayan a producir un cambio instantáneo y profundo en los hábitos lectores de los sectores sociales más postergados. Como si la mera presencia de una pequeña biblioteca, un suerte de artilugio cultural sacrosanto y mágico, fuera a generar una influencia benéfica sobre las personas.

El Consejo del Libro está elaborando un Plan Nacional de Lectura cuyo objetivo es abordar sistémicamente nuestras dramáticas carencias en el ámbito de la lectura, a través de múltiples acciones y programas concebidos con representantes de diversos sectores ligados al libro. Este Plan aún no cuenta con un sustrato financiero y –espero equivocarme de manera rotunda- me cuesta imaginar que vaya a contar en sus inicios con una cifra tan impactante como estos once millones de dólares.

Ideas hay muchas. Por ejemplo, invertir en mejorar las colecciones de las bibliotecas públicas existentes, sobre todo la presencia de la literatura chilena y latinoamericana actual. En el sistema de bibliotecas públicas hay algo así como medio libro per capita, la décima parte de lo que debiéramos tener.

Hay muchas otras ideas y no quiero hacer un inventario de ellas ahora. Pero lo que advierto como dominante en la escena son palos de ciego, confusión, improvisación, aislamiento. Cualquier esfuerzo aislado, por cuantioso y enorme que sea, no surtirá efecto si no forma parte de una iniciativa sistémica, global, concatenada, alimentada por una visión clara del tipo de país que deseamos construir y el lugar que la lectura ocupa tanto en el itinerario como en el destino.

Es tiempo de focalizar esfuerzos, materializar un plan central bien pensado, de carácter nacional, con objetivos claros, para que no se dilapiden recursos en acciones aisladas, con sabor a efectismo e improvisación. Lo pero que puede ocurrir es que el fomento de la lectura –una iniciativa tan diáfana y fundamental para el destino de Chile- se infecte de apetencias, demagogia, sospechas y después de frustración, renuncia y por último de abandono.




Diego Muñoz Valenzuela

26 mayo, 2007

Un nuevo libro de cuentos: DE MONSTRUOS Y BELLEZAS

El microrrelato ha ido ganando adeptos entre lectores y autores en los últimos años. Diego Muñoz Valenzuela es uno de sus tempranos cultores en Chile, desde la década de los 70, lo cual se ha reflejado en su primer libro de cuentos “Nada ha terminado” (1984) y luego en “Ángeles y verdugos” (2002), celebrada colección de microcuentos.

“(el autor) nos ofrece la visión de una ciudad fría e implacable de poderes corruptos con un tono mordaz y un humor desgarrado y cruel. Con cuentos en los que perviven la tradición, las raíces precolombinas, el autor tiene como tema al hombre con sus fantasmas, sus fatuidades, el amor, la vejez, las fronteras entre la realidad y el sueño”. AMALIA VILCHES, profesora UNED, Cádiz, España.

“el microrrelato encuentra en la figura de Diego Muñoz Valenzuela a uno de los cultores más interesantes en el espectro de la narrativa chilena” EDDIE MORALES PIÑA, profesor, Universidad de Playa Ancha.

“El autor perpetra su búsqueda con una imaginación notable. Inventa pequeñas fábulas con un lenguaje somero, sin aspavientos, cuyo punto culminante (como debe ser) es un final imprevisto. Se conjugan así perplejidad y crueldad, en una visión del mundo que no puede sino dejarnos trémulos” IVAN QUEZADA, crítico.

Fomento de la lectura: mucho ruido, pocas nueces

Desde la recuperación de la democracia en Chile se viene hablando sobre la importancia de fomentar el libro y la lectura, tal vez como homenaje al progresismo desarrollista, o por efecto de una bendita inercia, quizás para compensar al gremio de los escritores que desafió como pocos a la dictadura, o simplemente para simular una preocupación auténtica por la cultura.
Al observar la realidad lo único que advierto –y creo no estar solo en esta convicción- es el fracaso sistemático, la insuficiencia o la futilidad de los esfuerzos, la irritante verborrea del marketing político, la escenografía burocrática que huele a fuego de artificio. No quiero desconocer los esfuerzos desplegados o reducirlos a la nada, pero la complacencia me parece detestable, execrable a estas alturas. Más allá de la creación del Consejo del Libro y sus programas de fondos concursables, y de los esfuerzos de la DIBAM por surtir mejor a las bibliotecas públicas y darles vida, poco ha ocurrido en Chile en estos años.

Empeño no es lo mismo que desempeño. Mucho ruido, pocas nueces. Bonitas frases, pero resultados deficientes. La complacencia carece de fundamento, sin embargo nadie le pone el cascabel al gato. Muchas autoridades han tendido a sacar cuentas alegres y siguen avivando su propia cueca, sin asumir la necesidad de cambios estructurales.

Tenemos menos de una librería cada 100.000 habitantes, y debiéramos tener diez. Usamos un promedio de 600 palabras para expresarnos. En las bibliotecas públicas menos de medio libro per capita; debiéramos tener 10 veces más. Un 60% de la población no leyó nada el año pasado. Dos tercios de los gerentes y directivos entiende poco y nada de lo que lee; ¿qué podemos exigirle a los estudiantes universitarios, básicos y medios? Las pruebas aplicadas hablan por sí solas del fracaso. Los tirajes de las ediciones locales bajan y el libro se convierte en un artículo escaso más que suntuoso. Suma y sigue. Mejor detenerse. ¿Cómo sacar cuentas alegres si prevalecen estos hechos?

No estamos haciendo nada significativo como país en cuanto al fomento del libro y la lectura. Es lo único que puedo concluir, y es lamentable. Quizás algunos dirán, “ése es un flagelante”, y seguramente serán los portavoces de la complacencia.

El foco en el asistencialismo (conste que escribo estas líneas antes de que se conozcan los resultados de los concursos de proyectos, sin saber si será beneficiado algún proyecto de mi interés, precisamente para actuar con independencia, y no bajo el influjo del éxito o el fracaso), más allá de sus efectos inmediatos, ha hecho perder el foco. Perfeccionar, ampliar, transparentar (al menos en la intención), los sistemas de concursos se ha convertido en una obsesión que obnubila al Consejo del Libro, y lo priva de ejercer una acción directa, efectiva y concreta. Podría objetarse que sea esta institución quién realice tal acción, argumentando definiciones y restricciones legales, pero los resultados son elocuentes. Alguien tiene que hacerse cargo y ese alguien se llama Estado o Gobierno.

Sea el Consejo del Libro, el Ministerio de Cultura, o el Ministerio de Educación, o todos ellos, pero alguien debe hacerse cargo de proponer, conducir y generar un vasto plan inteligente que nos permita salir, como país, del devastador estado en que se encuentra la lectura en Chile. Es una tarea urgente, patriótica y de inconmensurable efecto en el futuro. Esto, sin embargo, requiere de una voluntad política expresada en la forma de un plan ambicioso y un presupuesto de acuerdo a la magnitud de la tarea. No es un objetivo menor, uno más entre muchos otros, pues se vincula a la educación y la cultura de un país cuyas pretensiones de desarrollo permanecerán estáticas, en calidad de aspiraciones inalcanzables, mientras no se reviertan las alarmantes tendencias bosquejadas.

05 mayo, 2007

LUCES DE NEON


Despertó mientras avanzaba abriéndose paso entre centenares de personas ansiosas por llegar a su destino lo más pronto posible. Lo estrellaban con los hombros, con bolsos, con maletines. El presentía alguna malignidad en esas colisiones aparentemente casuales. Atardecía ya, y los letreros de neón comenzaban a destellar sobre las paredes de los enormes edificios. Los rostros de los pálidos transeúntes se iluminaban con aquellas trémulas luces de colores. Los automóviles hacían sonar sus bocinas y rugir sus motores, y los conductores solían abrir las ventanillas para insultar a alguien. Esto fue lo primero que vio al despertar como de un largo sueño del que había regresado desprovisto de recuerdos. Al pasar por una tienda de periódicos, supo que allí se vendían diarios, revistas, pudo comprender las palabras de los encabezados, aunque sin encontrar sentido a las noticias, pues carecía de referentes contra los cuales compararlas. No podía establecer si alguna noticia era disparatada o cuerda, por ejemplo. Sin embargo, esto dejó de interesarlo casi instantáneamente. Más atraía su atención la divertida premura que parecía animar aquellas legiones de caminantes con rostros centelleando en lila, verde, amarillo. Muchos de ellos portaban paquetes envueltos en papel. Adivinó que se trataba de comida para calentar en esos hornos especiales. Los anuncios de una fuente de soda ofrecían una hamburguesa y un jugo de frutas por un precio aparentemente irrisorio. Recordó la sensación del hambre y después vino el asombro de no experimentarla. Siguió caminando por lo que identificó como una avenida inundada de vitrinas de artículos electrónicos, ropas, muebles, alimentos, licores, discos, plantas, alfombras, libros, frutas. A medida que avanzaba por la avenida iba identificando el contenido de cada vitrina, sin saber siquiera si eran objetos o alimentos que le hubieran pertenecido alguna vez. Supo que las manzanas eran aquellas frutas rojas y redondas, que eran dulces y carnosas, pero le fue imposible recordar si las había probado alguna vez. Se respondía a sí mismo que debía haber comido manzanas pero ¿qué era eso de dulces? Lo dulce es placentero. Lo dulce es lo contrario de amargo. Las manzanas son dulces. Debe ser agradable comer una manzana. Para comer es preciso tener hambre. El hambre es un ardor en la boca del estómago. El hambre es sólo una palabra como la manzana. No siente hambre. Jamás ha sentido hambre. Jamás ha comido una manzana. ¿Pero cómo puede saber todas estas cosas si no puede recordarlas?

Cuando llegó a una esquina pensó que debía atravesarla por las líneas amarillas cuando los coches estuvieran detenidos ante una luz roja. Casi instantáneamente evocó la remota necesidad de poseer alguna identidad. Cada uno de esos seres a su alrededor poseía un nombre, un domicilio, un trabajo, una historia detrás. El apuro tenía relación directa con su identidad. Posiblemente volvían a casa de sus trabajos, llevaban comida para calentar mientras encienden el televisor, quizás daban un beso en la frente de sus hijos dormidos, tal vez tenían invitados a cenar. Quiso rememorar un nombre para sí, y escuchó en su interior una lista interminable y carente de sentido. Ningún nombre que viniera a su mente tenía el más mínimo significado. Comenzó a pronunciarlos en voz alta: acaso de ese modo cierta sonoridad retumbara en su conciencia oculta y removiera los engranajes de la memoria. A su alrededor la gente iba disminuyendo junto con la penumbra. Una anciana de gruesos lentes lo escrutó mientras agitaba la cabeza horizontalmente, compadeciéndolo. Un pequeño lo indicó a su madre entre ráfagas de risas. Pensó que estaba hablando en voz muy alta, casi gritando. Alcanzó también a sorprender sus propias manos gesticulando con vigor demencial. Estaba protagonizando un verdadero espectáculo. Hundió las manos en los bolsillos de la chaqueta y la mirada en las baldosas de la calle para seguir avanzando hacia ninguna parte. Estaba casi completamente oscuro y las luces de neón reverberaban en sus pupilas cuando alzó la mirada hacia los gigantescos edificios. Imaginó que sus pasos lo llevaban por instinto hacia el lugar donde su cuerpo acostumbraba descansar, pero pronto desechó esta posibilidad al percibir que le daba exactamente igual caminar en cualquier sentido. Retrocedió y no sintió nada especial ni siquiera después de varias cuadras. Dobló a la izquierda y nada. Todo lo que le rodeaba parecía familiar y extraño a la vez: conocía los nombres de las cosas, recordaba su utilidad, sus propiedades, sus variantes posibles, mas no había en él una mísera huella de pasado en relación con ellas. Peor aún, el pasado definitivamente no existía, a no ser aquel instante del atardecer en que se encontró a sí mismo hormigueando entre miríadas de transeúntes. Sonrió de pronto al descubrir que se trataba de una angustiosa pesadilla de la cual despertaría en cuanto se lo propusiese de verdad. Era curioso, eso sí, que no sintiera mayor angustia por los hechos. Desde ese punto de vista no parecía tratarse de una pesadilla. Bueno, un sueño entonces, y recordó eso de pellizcarse. Dudó por algunos instantes sintiéndose algo absurdo. Finalmente se detuvo junto a una vitrina de quesos y retorció con disimulo la piel de su muslo derecho. Cerró los párpados para percibir el dolor con más intensidad. Algo ardía y punzaba allá abajo. Casi disfrutó el padecimiento mientras imaginaba despertar en una alcoba que variaba en una suerte de infinita secuencia de diapositivas. Abrió los ojos cuando un muchacho moreno sacudía su hombro preguntándole si le pasaba algo malo. La luz de la vitrina de los quesos brillaba en sus pupilas negrísimas en tanto le ofrecía ir por un médico, una medicina, un vaso de agua. El lo miraba como atontado, sin saber qué decirle. Por último atinó a asegurarle que no tenía nada grave, que gracias y que siguiera su camino. Así lo hizo el muchacho, pero notó que se alejaba como a regañadientes, viéndolo de reojo quedarse parado allí junto a la tienda de los quesos. Entonces no era un sueño. Le asombró no sentir pavor o ansiedad. ¿Lo esperarían en alguno de esos millones de departamentos? ¿Tendría familia, amigos que se preocuparan de su desaparición? Claro que nadie podría inquietarse hasta tarde, llamarían a la policía, a los hospitales, a la morgue, al trabajo. Entre tanto, él vagaría amnésico por la ciudad interminable. De repente se puso a hurgar los bolsillos de su ropa, ¡qué tonto no haberlo intentado antes!, allí debería estar su identificación, dirección, edad, fotografía, todo. Encontró unas monedas, un pañuelo, una billetera con una suma que reconoció como alta, pero ningún papel que tuviera identificación alguna. Tampoco llaves, tarjeta de crédito, agenda. Nada, absolutamente nada que pudiera servirle de mínima pista. Discurrió presentarse en una estación de policía o en un hospital declarándose amnésico. Su fotografía aparecería en los noticiarios de televisión y en los periódicos. Alguien lo reconocería e iría por él. Ese sería el final de todo. Se puso a caminar de muevo, seguro de emprender la búsqueda de un policía. De pronto consideró la posibilidad de que fuese un criminal, de que su amnesia ocultaba horrendos asesinatos, aberraciones sin límite. Quizás era un peligroso demente homicida fugado de alguna clínica psiquiátrica al cual encerrarían sin piedad en una de esas piezas acolchadas. Hasta podían darle muerte antes de alcanzar a hablar. Era curioso que pudiera ser un asesino o un loco, ningún pensamiento suyo así lo indicaba, pero tampoco lo excluía de plano. Resolvió no hablar con nadie por el momento y prosiguió su deambular desprovisto de sentido.

No experimentaba fatiga aunque llevaba varias ¿horas? ¿minutos? vagando por cualquier parte. Concluyó que en algún momento retornaría su memoria de manera sorpresiva. Aspiró con fuerza el aire de la noche porque eso sería beneficioso para su organismo, para la dormida memoria que se agazapaba en algún oscuro rincón de allá adentro. Palpó su cabeza en busca de huellas de algún accidente, pero no encontró dolores ni señales en su cráneo. ¿Y si era un extranjero? Había comprendido perfectamente el idioma del muchacho, los insultos de los conductores de automóviles. Sabía que existían otros idiomas, pero ninguno de ellos acudió a su mente. Al distinguir su reflejo en la vitrina de una tienda de ropas advirtió que no pertenecía a un grupo étnico diferente a quienes se dirigían con prisa a sus lugares misteriosos y urgentes. ¿Y si no hubiese nadie esperándolo? ¿Si nadie le conociera en esa ciudad inmensa? ¿Si hubiese crecido en ella sin papeles, sin trabajo, fuera de todo orden y control? ¿Si alguien hubiese destruido su memoria, su identidad, sus posesiones, de modo que no prevaleciera ningún signo de su existencia anterior? Sería una especie de crimen, sólo que sin muerte física de por medio. Le habrían arrojado a la calle con una suma de dinero que le permitiera rehacer su vida de cierta forma; un gesto humanitario, sin duda. Podía tratarse también de una segunda oportunidad, después de una acción aborrecible que debía ser olvidada definitivamente, para no dar paso a la autodestrucción o a la locura. O tal vez tenía una misión especial y secreta entre estos seres apresurados y simples que la ciudad apremiaba para devorarlos en sus cubículos de metal y concreto. Eso era, él tenía una secreta misión que cumplir entre las miríadas de seres abandonados al hambre, a la fatiga, a las obligaciones absurdas, a la extravagante necesidad de buscar placeres, al irritante sometimiento de las emociones. Se sintió seguro de esta reflexión y su marcha se hizo más firme y decidida. En ese instante un furgón azul se detuvo a su lado. Bajaron de él dos hombres vestidos con buzos naranjas y provistos de gafas oscuras que ocultaban sus facciones. No percibió ninguna sensación de peligro y se quedó estático observando su accionar. Se aproximaron con naturalidad. Uno de ellos portaba una especie de detector. El más alto le dijo que estuviese tranquilo y así lo hizo. El otro le tocó con una especie de electrodo y sintió un ardor similar al de los pellizcos. No pudo moverse más después del chispazo, pero podía ver y escuchar a los hombres de buzo naranja. El pequeño se congratuló de haberlo encontrado tan pronto, pues debía cenar con la familia de su mujer esa noche y ella no le perdonaría que se tardase demasiado. El alto anunció que iría al cine a ver unas películas de terror, que eran las que más le gustaban. El pequeño acercó su mano izquierda a su pecho y abrió una especie de portezuela. El alto gruñó algunas palabras ininteligibles contra el imbécil bromista que lo había activado sin unidades de memoria completas. Vio abrir la piel de su tórax y observó los dedos del hombre pequeño girar un switch negro que apareció entre puntitos titilantes como las luces de neón de la ciudad, y de pronto ya no pudo ver ni escuchar a aquellos insulsos hombres de buzo naranja.

* este cuento pertenece al volumen LUGARES SECRETOS (Mosquito Comunicaciones, 1994), Premio Consejo del Libro al Mejor Libro de Cuentos publicado ese año.




08 abril, 2007

Taller de Cuento de Diego Muñoz Valenzuela




Es un taller para quienes se interesen en aproximarse al conocimiento del género y quieran iniciarse en la escritura de cuento. Muy cerca de la estación de Metro Pedro de Valdivia.

Escribir al correo electrónico: dmunoz@surlatina.cl y enviar datos personales (nombre, teléfono, mail, edad, estudios, interés en el taller, etc.), indicado las razones específicas de su interés por participar.


Orientación del Taller

Este taller literario está orientado personas interesadas en incursionar en el género cuento. No es necesario que hayan escrito anteriormente. También pueden ser personas interesadas en desarrollar su apreciación narrativa y aprender técnicas básicas.

El aprendizaje de la escritura es un trabajo a largo plazo que requiere disciplina, paciencia y una reflexión permanente sobre los más diversos aspectos que involucra el proceso creador.

Los objetivos básicos de este taller de cuentos son:

Conocer las principales características del cuento contemporáneo a través de lecturas escogidas
Conocer los conceptos básicos ligados a la escritura del cuento, y las principales tendencias vigentes
Aplicar los conceptos anteriores en el análisis de cuentos en el taller (los participantes pueden traer sus propios textos con este fin).

Las actividades en cada sesión apuntan a ir entregando elementos técnicos de la escritura de narrativa, vinculados por ejemplo a: tipos de narrador, acción, manejo de diálogos, subgéneros (cuento fantástico, realista, policial, cuento breve, microcuento, etc.), tendencias actuales,

En diversas ocasiones se invita al taller a autores chilenos importantes a establecer un diálogo, previa lectura de algunos de sus cuentos.

Funcionamiento del Taller

Horario: 19:00 a 20:45 horas
Periodicidad: Semanal
Costo: 35.000 $ mensuales, pagados al inicio de cada mes
Ubicación: Local cerca de la estación de Metro Pedro de Valdivia
Matrícula: Sin costo
Inicio: Se inicia en fecha a definir


Inscripciones y consultas

Escribir al correo electrónico: dmunoz@surlatina.cl y enviar datos personales (nombre, teléfono, mail, edad, estudios, interés en el taller, etc.), indicado las razones específicas de su interés por participar.

Antecedentes del Director del Taller

Diego Muñoz Valenzuela, cuentista y novelista, nació en Constitución (Chile) en 1956. Ha publicado:

NADA HA TERMINADO, volumen de cuentos, Ediciones de Obsidiana, 1984
TODO EL AMOR EN SUS OJOS, novela, Ed. Mosquito, 1990. 2ª edición por Mosquito, 1999
LUGARES SECRETOS, cuentos, Ed. Mosquito, 1993.
FLORES PARA UN CYBORG, novela, Ed. Mondadori, 1997. 2ª edición por RIL Editores 2003
ANGELES Y VERDUGOS, cuentos, Ed. Mosquito, 2002
DÉJALO SER, cuentos, Ed. Fondo de Cultura Económica, 2003
DE MONSTRUOS Y BELLEZAS, cuentos, Ed. Mosquito, 2007

También es coautor de varias antologías, entre ellas CONTANDO EL CUENTO (Ed. Sinfronteras, 1986), ANDAR CON CUENTOS (Ed. Mosquito, 1992), y CUENTOS EN DICTADURA (LOM Editores, 2003), todas ellas realizadas en conjunto con Ramón Díaz Eterovic.

Ha sido incluido en más de cuarenta antologías y muestras literarias publicadas en Chile, México, Argentina, Ecuador, Canadá, Italia, España, Holanda, Bulgaria, etc. Cuentos suyos han sido traducidos al francés, italiano, inglés y croata. Distinguido en numerosos certámenes literarios, entre los cuales destaca el concurso de Mejores Obras Literarias del Consejo Nacional del Libro en dos oportunidades: por el volumen de cuentos Lugares Secretos en 1994 y por la novela Flores para un Cyborg en 1996. Colabora con artículos culturales y de crítica literaria en periódicos y revistas especializadas.

01 abril, 2007

OLD FAN

OLD FAN


Entonces, con el índice derecho, oprime el botón que insufla el sonido en la habitación semiobscurecida desde donde alguna parte refulgen y observan los ojos del rey Elvis, atrapado en un póster amarillento y descolorido. La música está en toda la pieza de Jan que mantiene apretados los párpados soñolientos tratando de percibir su propia respiración agitada, acezante, perenne por entre el sonido de la banda. Allá al fondo, justo en medio del muro, en una posición privilegiada, está John con sus pequeñísimas gafas circulares pendiendo del extremo de la nariz y rodeadas de cabellos que escurren por ambos costados de su rostro siempre pensativo. De este modo pareces un ideólogo, John no un músico. Aunque ‑ en realidad‑ fuiste un ideólogo. ERES un ideólogo. Sí, tú, John. Jan está tendido en su cama sobre un cobertor de terciopelo rojo sintético cuyo brillo escarlata va a estrellarse contra las paredes albas invadidas de ciertos apergaminados recortes de periódicos antiguos, ciertos pósters desintegrándose, ciertas fotografías en blanco y negro con los vértices doblados hacia afuera; escena presidida por John, por Elvis, por Jimmy Hendrix enloquecido rasgueando su guitarra. Jan tiene los ojos cerrados pues escucha un tema de Mick, un tema romántico de Mick con sus Rollings capaz de transportarlo hacia algún lugar de tantos años atrás cuando sujetaba en sus labios un cigarrillo de marihuana muy verde, crepitante y amarga que le raspaba la garganta al dar esas pitadas intensas, desesperadas, urgentes. La fotografía de John está adherida débilmente al muro mediante pequeños clavos que provocan una sensación de levedad, como si navegara en el éter o flotara en el vacío que viene con la música de Mick que es el lamento polifónico de un tigre en celo. Mick llama a su amor y su voz es el sol que estalla en medio de la pupila inundada de lágrimas, su voz es el grito de todas las bestias excitadas de la tierra, su voz es el aullido de Van Gogh cercenando su oreja frente al espejo de su autorretrato. Jan está muy lejos, su cabellera blanca descansa sobre el almohadón azul eléctrico, varias arrugas pliegan su rostro apacible y distante. Estabas sufriendo al escribir esta letra, Mick, al componer esta música. Puedo escuchar tu llanto, my brother, puedo abrazar tu angustia. Mick llama a su hembra porque está solo como Jan sobre la cubrecama soñando en otra parte con la música triste de Mick en off que le arranca lágrimas a ambos por momentos. No es posible saber si es Mick o es Jan el que se ve a sí mismo en un extraño bar donde se alternan penumbra y luces de colores que van a reflejarse en una larga copa de cristal medio llena de licor fragante, amarillento. John, desde la fotografía, sabe que Mick está sufriendo y que Jan tendido sobre el cobertor rojo se atormenta por culpa de la música de Mick que es dulce y triste a la vez, dulce y triste ‑quizás‑ como la vida de Jan, soñando siempre en medio del ruido de la banda. La mano de Jan es temblorosa y tímida al seguir el ritmo, las pecas de la vejez se derraman por la epidermis reseca que se estremece con el movimiento de los tendones, los dedos tamborilean silentes sobre la imitación de terciopelo. Mi hermano, mi dulce hermano, sufres en verdad. El equipo de sonido sabe que Jan está con los ojos cerrados esperando cada nota mil veces escuchada, percibe el latir de su corazón inquieto y las extravagantes ondas cerebrales que tanto le costó aprender a interpretar; con esos datos va dosificando tono, intensidad, volumen, de modo que resulta una versión única, original, irrepetible que nunca más será escuchada por Jan. Así Jan encuentra diferente la música, aunque sea la de siempre y piensa o sueña cosas distintas cada vez. El tema de Mick llena la habitación de melancolía y tibieza y la copa de líquido translúcido se alza en un movimiento que la lleva a los labios de alguien cuyo rostro está difuminado. Pudiera ser Jan o Mick este hombre mirando una hermosa muchacha solitaria al otro lado del bar, cualquiera de los dos podría ser quien bebe el licor que arde en su garganta. Ella es tan hermosa, tan solitaria, tan distante. Jan recuerda el modo en que flotaba su cabellera al correr sobre cien hacia cualquier parte sentado en su moto; su camisa se hinchaba con el viento helado y la carretera se abría a su paso como si fuese un cuchillo. El final del tema de Mick se acerca y el equipo aumenta el volumen mientras las pupilas de Jan se agitan nerviosas bajo la tela de los párpados. Hendrix ‑en la pared‑ agoniza con una sobredosis de droga que enloquece sus dedos bailando sobre las cuerdas, poseyéndolas, arrancándoles sonidos imposibles, haciéndolas hablar. Estás amargo, Jimmy, porque sabes de la música de Mick y su languidez que entristece a Jan, porque Mick llama a su amor y está solo en el mundo con una copa de licor amarillento en su mano y algo doloroso en su garganta que sólo el alcohol aplaca, aunque no se sabe si es él o Jan quien está en la barra del bar mirando a la muchacha del otro extremo a través de las luces violetas, rojas, verde obscuras. Es Mick quien hunde su mirada en los ojos de ella que son el mar interminable, el infierno, la distancia, pero ya es demasiado tarde: el tema de Mick llega a su fin, el corazón de Jan salta demasiado en el monitor del equipo y la música se debilita a medida que se acerca el final; Mick llama más intensamente a su amor que no quiere oírlo al otro lado del bar y la llama desesperado, aunque no se sabe si es él realmente o si está Mick mirando sus ojos de mar o si es Jan el que se bebe de golpe el contenido amarillento de la copa de cristal o si es Hendrix el que se inyecta una sobredosis cuando ella escapa del bar semiiluminado dejándolo irremediable, terriblemente abandonado con una luz verde ocultándole las facciones. Ahora viene el silencio. Todo vuelve a su lugar. El viejo Jan abre los ojos. La semipenumbra no es muy distinta al bar de donde viene. Está la foto de John al fondo, en mitad del muro. John, con sus pequeñísimas gafas. Y Hendrix. El rey Elvis. Mick no, ya terminó su tema. No hay una fotografía suya en la pared. Ni un póster. No, mi dulce hermano, aquí solamente está tu música, a veces, cuando ambos queremos. Jan tiene hambre. Se apoya con las manos en el terciopelo rojo. Hace un esfuerzo para sentarse a medias sobre el lecho. La respiración se hace muy pesada. Lo logra. Mueve una pierna hacia el borde. Después la otra. Una ínfima gota de sudor brilla en su frente. Descansa. El rey Elvis lo observa sonriente y vestido de blanco. Jan está sentado ahora sobre el cobertor escarlata. En el monitor salta su pulso. Un esfuerzo más y se incorpora. Siente pinchazos en las piernas. Camina hacia la mesa. Oprime un botón. Piensa en el alimento. Desde una puertecilla sale un sándwich. Un segundo después una gaseosa. Una servilleta. Se sienta a comer. Derrama una pequeña cantidad de gaseosa al llenar su vaso. La gaseosa se absorbe sobre la superficie de la mesa. También los restos de alimento que caen desde su boca. Come con rapidez. Con fruición. Pronto termina. Todo desaparece sobre la mesa cuando él da la vuelta. La superficie está limpia y brillante. Parece que jamás nadie se hubiera alimentado sobre ella. Jan se dirige hacia el lecho. Lenta, muy lentamente. Se sienta sobre el borde. Se deja caer de espaldas. Endereza sus piernas. Acomoda su cabeza en el almohadón azul eléctrico. Reposa. Su respiración está acelerada. También el pulso que da pequeños brincos en una pantalla. El rey Elvis tiene puesto un traje albísimo, ajustado, que se ensancha en las pantorrillas decoradas con remaches metálicos. El rey sonríe al estallar el flash ante su vista y queda atrapado en el póster amarillento que está viendo cerrar los párpados al viejo Jan. Entonces, con el índice derecho, oprime el botón que anuncia al equipo el deseo de oír una música que desea intensamente pasear por aquella habitación a media luz donde se entrecruzan las miradas de los ídolos encerrados en las fotografías, clavados en las paredes de la pieza de Jan que parece una catedral inundada de iconos, de imágenes sagradas, vigilantes, eternas. El descolorido bluejean del anciano resalta contra el suave terciopelo sintético que da un tinte rojizo a las paredes enormemente blancas llenas de antiguas fotografías con rostros de ojos muy intensos que atraviesan la penumbra donde resbalan ya los primeros sonidos de la música de Mick que ha visto el inconmensurable océano en los ojos de ella escapando hacia el horizonte desde el bar donde alguien ha bebido una copa de licor amarillento y amargo como la vida de Jan que quizás era el hombre de rostro indefinible sentado en la barra escuchando la música de Mick que es el desgarrador aullido de una fiera herida de muerte, pero que lo mismo podía ser el propio Mick apurando el último trago incapaz de sanar su angustia inmensa o Jimmy Hendrix yéndose definitivamente con una carga mortal de ácido que pueda arrastrarlo a los labios de ella que huye y se lleva todo el mar en sus ojos porque ahí Mick lo ha visto, en sus ojos ya tan lejanos que no ven la tristeza de Mick llamando a su amor y componiendo esa música que le vino de pronto. ¿Quién, John quién disparó verdaderamente contra ti? ¿Por qué, Mick? Y siente como el tema de Mick se transforma en una aguja que le trepana los huesos, en un líquido espeso que le estalla en las venas, en un torbellino capaz de enloquecerlo como a Hendrix enterrándose la hipodérmica mientras aúlla su última rabia acallada por la droga y la música de la banda que copa la habitación de Jan hendida por el extraño brillo escarlata del lecho donde descansa su cuerpo. Y John siente cada vez más su música a medida que esta va apoderándose de la habitación que analiza a través de sus pequeñas gafas redondas, aunque está pensando en las cosas que jamás nos atrevemos a hacer a pesar de llamarnos fanfarronamente libres, John, y de verdad no hacemos más que lo que otros quieren que hagamos ¿no es verdad, John? Por eso vino alguien y te dio un tiro, mi dulce hermano. Vino alguien para que el rey Elvis se hinchara como un sapo enterrado en la muerte. Pasó que Hendrix tuviera que inyectarse esa sobredosis final mientras John o Mick o Jan o cualquiera llaman a su amor que se marcha for ever y nace aquella música que es el furibundo rugido del tigre agonizando en la selva solo, completamente solo, mi hermano, solo. Pero están vuestras fotografías envejecidas, amarillentas sobre los muros de esta habitación, prevalecen vuestras miradas, vuestra música. La refulgente mirada del rey desde el apergaminado afiche encuentra el cuerpo de Jan estirado sobre el lecho escarlata, cerrados los ojos, rodeados por el tema de John que, más allá de las gafas circulares impresas en el retrato del muro, está mirando hacia esas direcciones nunca vistas por donde Jan camina ahora con los párpados inquietos fijos en el bar donde alguien que ha visto el mar en los ojos de ella compone la música que cualquiera de ellos escucha al morder y besar con violencia los labios de quien, tras huir por esa puerta, lo dejará infinitamente perdido frente a una copa de licor amarillento donde se refleja la habitación de Jan y una fotografía de John con el pelo cayendo a ambos lados del rostro y gritando let it be aullando let it be con la voz de Hendrix, de Jan, de Elvis, de un hombre con el rostro nebuloso frente a la barra de un bar en penumbras, viéndola irse con todo el océano que cabe en sus ojos infinitos.

* este cuento pertenece al volumen LUGARES SECRETOS (Mosquito Comunicaciones, 1994), Premio Consejo del Libro al Mejor Libro de Cuentos publicado ese año.

16 febrero, 2007

ESTÁS CAYENDO


Recuerdas aquellos caracoles tornasolados que disponías en filas geométricas que el sol iba desperezando, desordenando, esos obstinados seres encerrados en sus caparazones espirales, aguardando el momento preciso para emerger desde la obscuridad, desplegar sus filamentos sensibles, antenas, ojos que tactan la tierra ‑caracol, caracol, saca tus cachitos al sol‑. Más arriba los geranios, los floripondios gigantes ante tus iris infantiles, tus pupilas inundadas de verdes, de rojos, de amarillos; las manos ordenando los bicharracos que se animan con el calorcito y van en busca de los tallos, de las hojas tiernas. Entonces tu mente salta a otros recuerdos, subes por entre cerros cubiertos de pinos y eucaliptus, los pies haciendo crujir las agujas del suelo y las hojas lanceoladas y fragantes, las ramas en lo alto rozándose, frotándose, llevando a tu oído sonidos inquietantes por donde se deslizan las imágenes de los ogros, las hechiceras, los gnomos de los cuentos, vas de la mano de alguien que puede ser tu hermana, pero el rostro de ella está cubierto por una especie de neblina que te impide reconocerla; de pronto el bosque se rompe y aparece una duna interminable, atrás el mar se materializa llenando tus ojos hasta la saciedad con su extensión inmensa. Muy arriba un alcatraz flota estático en el viento con las alas desplegadas. Un lobo marino retoza cerca de las toninas que observas fascinado. Todo se esfuma y estás en la básica con tu overall beige inclinado en el escritorio desde donde te vigila el orificio destinado a un tintero extinguido por donde arrojas la goma que recuperas por abajo, entre los cuadernos se deslizan tus dedos, una y otra vez repites la misma operación mientras la maestra habla de esto y lo otro. Estás cayendo, estás cayendo. Sujetas torpemente, con unos chinches opacos, el editorial del Diario Mural sobre la superficie de corcho mil veces pinchada por tus manos; tu caligrafía se deja a duras penas entender, hablas ahí de las pruebas nucleares de los franceses en el atolón de Mururoa, la nube radiactiva cerniéndose sobre el continente con su carga de peligros genéticos; más allá unos recortes de diario sobre lo mismo, una composición también tuya sobre el día de los trabajadores "la matanza de obreros en Chicago fue un crimen puesto que ellos solamente buscaban un poco de justicia elemental, un poco de pan para sus hijos", esa frase que te salió de no sé dónde junto a más de una lágrima, ese nudo en la garganta que te ha perseguido siempre que algo no te gusta y hiere tu alma allá por el fondo ese que nunca alcanza a verse. El mismo nudo que se te hizo cuando dramatizabas ante el curso el final del cuento "Lucero" de Oscar Castro, ese instante en que el arriero ‑empujado por las circunstancias‑ debe lanzar su caballo, que es su amigo, su compañero; Rubén Olmos envía a la bestia de un solo empellón inmenso al abismo y se te quiebra la voz y los ojos se te nublan en tanto la sala de clases se ha convertido en un bloque de silencio donde casi nadie respira, mientras tú vuelves a tu puesto con los ojos medio cerrados para contener esa agua en el límite de los párpados, no ves los ojos enrojecidos de tus compañeros que te palmotean la espalda a la salida. Estás cayendo y oyes el burlitzer de la fuente de soda a la entrada del Liceo: Santana, Favio, Piero, The Beatles; estás tan apegado al cuerpo de una adolescente demasiado pintada, con un perfume que puedes sentir mejor si inclinas tu rostro sobre el hombro de ella, la aprietas con suavidad, ella te mira tierna a los ojos sonriendo, la invitas al patio, algún compañero te hace una señal con la mano empuñada y el pulgar hacia arriba, sientes que te sonrojas, por suerte la penumbra te salva, pero el corazón salta enloquecido ante la inminencia del beso que viene, los labios que se desatan en mensajes húmedos, en mordeduras sutiles que ella ‑sin duda más experta‑ va enseñándote a ti que nunca antes has besado a nadie y ya ni puedes escuchar los acordes de "Let It Be" porque la tibieza de una lengua te recorre labios, paladar, dientes, porque ella te abraza fuerte, fuerte y ya nada, nada importa lo que ocurre afuera de los dos. Caes y llevas puesto un pañuelo que cubre la mitad de tu rostro, sal bajo los ojos y alrededor de la boca, succionas un limón para amortiguar el efecto de los gases lacrimógenos; las bombas caen por todas partes del liceo tomado, arrojas piedras casi a ciegas desde el techo del tercer piso, al lado de tus compañeros estás combatiendo, con rabia tremenda, la rabia que te hace arder cuando recuerdas el callejón oscuro que te obligaron a cruzar en la micro de los carabineros, aún sientes los puñetazos y las patadas bestiales del Grupo Móvil sobre tus trece años; entonces ya no sientes el ardor en los ojos ni el gas que te ahoga y arrojas con furia las piedras que vuelan hacia el blanco. ‑¡Ganaste, ganaste, compañero!‑ gritas solo en tu pieza al escuchar los escrutinios finales, solo, porque estás agripado en cama y tus padres y hermanos estarán celebrando en otra parte sin ver las lágrimas que salen ahora de tus ojos sin vergüenza, ríes y lloras enloquecido de alegría. Caes, vas cayendo. Los tanques se desplazan por la ciudad con su lenguaje de fuego y muerte. Los aviones de guerra bombardean el palacio presidencial. Tú, junto a los demás, esperando en un sótano las armas y lo soldados patriotas que nunca llegaron; tuviste que irte finalmente, comenzar el peregrinaje por cien calles, esos días llenos de pólvora en que no podías regresar a tu casa, en que no supiste nada de tu familia, esos días que se llevaron tantos amigos, ese amigohermanocompañero que se fue entre tus brazos, ese poema que empezarías escribir desde ese mismo momento, esos versos por los cuales más de alguien te dijo "deberías dedicar más tiempo a escribir", pero tú no, dale con que es más importante la libertad que un millón de poemas, por hermosos que estos fuesen. Vas cayendo y está Cristina frente a ti, Cristina con su mirada llena de dulzura, Cristina acurrucándote como un niño cuando te viene la pena y te besa los ojos cerrados y te hace cariño en el cabello. Cristina que te muerde los labios, que te deja marcas en el cuello, en los hombros después de hacer el amor, que se desnuda con esa ternura enorme que se trasluce en todos sus movimientos tan únicos, tan suyos. Cristina y ese salvajismo de ambos que va creciendo hasta quedarse quietitos, extenuados, aún besándose, queriéndose más que antes. Caes, hermano, y puedes ver las copias a mimeógrafo que van saltando en cada vuelta del rodillo, tus manos escribiendo las paredes de la ciudad, tu voz (que no parece la tuya) en el centro de un mitín callejero. Caes, hermano, y aún no hace un minuto que alguien gritaba: " Cuidado, cuidado, que andan agentes de civil! ". No hace un minuto todavía que estabas en la barricada junto a otros cantando, con el rostro iluminado por las llamas ondulantes, feliz de estar ahí, peleando con tu gente. No hace nada casi que se sintieron los estampidos y comenzaste esta caída lenta lenta lenta lenta donde recuerdas tantas cosas y no sabes por qué, sólo sabes que estás cayendo, no tienes por qué saber la razón de estos recuerdos, compañero, estás cayendo, compañero, sólo eso, cayendo.


* este cuento pertenece al volumen LUGARES SECRETOS (Mosquito Comunicaciones, 1994), Premio Consejo del Libro al Mejor Libro de Cuentos publicado ese año.

07 enero, 2007

CRUZAR LA CALLE


Me encanta visitar a Roberto cuando está internado. Es un maldito bastardo loquísimo, pero me gusta ir a verlo. Lo pasamos fantástico. Yo siempre le llevo un par de botellas de fuerte bien ocultas debajo del abrigo. Los enfermeros jamás se han atrevido a revisarme. Tal vez no lo hagan por mi aspecto de ejecutivo exitoso, de terno oscuro y corbata impecable. O simplemente porque saben de mi amistad con el subdirector del hospital, el Negro Méndez, que está más loco que las arañas. Nadie imagina cómo pudo terminar Medicina. Estaba total, absolutamente chalado. Quizás por eso se especializó en psiquiatría. Además, esos enfermeros tienen tal aspecto de corruptos que estoy seguro de que soltándoles unos pesos me dejarían entrar con una bomba de hidrógeno y un ejército de prostitutas.

Roberto es de los que va a internarse por sus propios pies y por su propia voluntad. Cuando siente que algo anda mal en su sesera, hace la maleta y cruza la calle. Vive justo enfrente del manicomio desde muy pequeño. Suele contarme terribles historias de maníacos criminales que cruzaban el patio de su casa en plena tarde de domingo balando, con un enorme cuchillo carnicero sangrante entre las manos. "Tipos que se fugaban después de alguna atrocidad indescriptible", dice con el rostro más serio del mundo. "Yo estaba acostumbrado, igual que mis padres. El problema eran las visitas. Con el tiempo nadie se atrevió a venir a la casa". Todas estas cosas te las cuenta con la naturalidad del que las estuviera viendo ahora mismo, con una certeza de noticiario de televisión que a veces logra despertarme dudas.

A mí siempre me han gustado los locos, desde que era muy chico. Sobre todo los predicadores locos, como ése que salta todo el día con la Biblia en la mano. "Sécase la yerba. Cáese la flor..." anuncia y amenaza con los ojos azules y llameantes del autorretrato de Van Gogh enloquecido mientras salta incansable en una esquina del centro como si estuviese viendo el mundo pecador derrumbarse ante su vista incendiada. Una vez yo dije que quería ser como ese predicador cuando grande. Mi padre enfureció, se puso rojísimo para aullarme qué ideas estúpidas eran ésas, "¡como si para locos no bastara con mi suegro en la familia!". Y ahí mismo se agarraron con la mamá. Tuve que irme al patio hasta que pasó la ventolera. No sé por qué mi mamá se enfureció tanto. Todos sabíamos que el abuelo estaba tan chiflado como un piño de cabras. Y un piño bastante considerable. Cada vez que venía a la casa nos agarraba a los chicos para sus conferencias sobre viajes astrales y congresos mixtos de espíritus y extraterrestres. Nosotros le avivábamos la cueca como podíamos. El viejo era bastante normal si no le mencionabas ovnis, incas o aparecidos. Pero bastaba pronunciar la palabra mágica y el show comenzaba ahí mismo. Era bastante divertido. Mi hermana mayor era experta en provocarlo, pero requería un poco de estímulo.

A Roberto no lo conocí por loco. Lo vi tocar maravillosamente el saxo una noche de club de jazz. Cuando terminó lo invité a la mesa y echamos unos tragos. Muy rápido me di cuenta que algo andaba malísimo dentro de su cráneo. Loco como un jabalí con sobredosis de heroína, pero así de simpático. Uno advertía ipso facto que sus ojos miraban a otro mundo bastante mejor que el nuestro. Yo creo que los ataques le bajaban cuando se daba cuenta que en realidad vivimos en esa selva que llamamos civilización. Tipos reptando por entre el lodo nauseabundo de viejas gárgolas protectoras de las artes con sus apergaminadas garras cubiertas de anillos que valen tu presupuesto de varios años. Sesiones de tecito para admirar las horripilantes creaciones de damas demasiado estiradas por la cirugía estética. Tipejos capaces de vender a su madre por una beca de arte en los States. En medio de todo esto se mueve Roberto, sin contaminarse. Jamás toma un bastardo peso ni pide un favor de nadie. A lo más te pide una cajetilla de cigarrillos cuando anda en la última miseria. Ni siquiera un par de monedas para la micro.

He aprendido a conocerlo bien. Ya sé cuando está a punto de cruzar la calle. Es cuando ves lucidez en sus ojos escondidos detrás de unos lentes gruesos como poto de botella donde puedes ver el miserable reflejo del mundo. Es cuando te mira con el rostro vencido y te dice "ya he tenido bastante de esta mierda, estoy harto, harto, harto". Se queda mirándote con cara de "y tú, que piensas". ¿Qué le voy a decir yo desde mi aspecto de pequeño burgués próspero? Lo invito a tomar café, le compro cigarrillos y charlamos hasta tarde, acaso es fin de semana. Después me cuenta que puteó al jefe de prensa del canal donde estaba grabando un programa, que le dijo varias verdades al subdirector de la revista donde escribía sobre jazz, que acusó de miserable al dueño del restorán donde cantaba por las noches.

Cuando parto al manicomio, repleto mis bolsillos de cigarrillos, chocolates y botellas de fuerte. ¿Sabes lo que les gusta el chocolate a los tipos con una teja corrida? Los enloquece. Llévales chocolates alguna vez a los chalados y vas a hacerlos completamente felices. Van a adorarte como si fueses el propio Osiris. Te vas a convertir en una especie de divinidad de los locos. Se alborotarán sólo con percibir tu aroma al poner un pie dentro del manicomio.

La última vez les llevé pisco de 45 grados, de ese amarillo que quema la garganta, y tres o cuatro barras de chocolate con nueces o almendras, no me acuerdo. A mí no me gusta el chocolate. El pisco sí, bastante más de lo conveniente. Los orates me estaban esperando en la puerta del patio. Me recibieron con vítores y llamados a Roberto. "¡Llegó el Gerente! ¡Llegó el Gerente!" gritaban como enajenados. Nadie les saca de la agujereada cabeza que soy el Gerente de la Ford o de la Cocacola por lo menos. No entienden que soy un tipejo más de esos que ofician de engranajes bien vestidos. Pues me levantaron en andas para llevarme a uno de los patios interiores donde estaba Roberto sentado en una silla de playa, a pleno sol, releyendo El Club de los Parricidas de Ambrose Bierce. En el estrado me esperaba de pie Fidel Castro, vestido de riguroso uniforme verde oliva y gorra de combate. Comenzó uno de sus improvisados discursos de bienvenida, donde hablaba más de licores que de revoluciones, más de rameras que de imperialismo, y más de sexo que de rectificaciones al socialismo.

Roberto se puso de pie para abrazarme y recibirme en "este santuario de lucidez, donde reside toda la esperanza del universo". "Bienvenido al territorio libre" me dijo Fidel indagando mi abrigo con mirada de rayos X, con los ojos dilatados por una sed milenaria e insaciable. Cuando saqué el licor desde las catacumbas de mi abrigo de business man hubo un delirante estallido de júbilo que debe haberse escuchado claramente en la China. Ninguno de los enfermeros se dio por aludido. Seguro que veían un match de box, una película pornográfica, un partido de fútbol lo más cerca posible de una garrafa de vino barato de la peor especie.

Esos fulanos tienen tanto gusto como una rana ebria, me ha dicho más de una vez Descartes en medio de sus sesiones de análisis filosófico. "Cojo, luego existo" es su máxima preferida. Es un tipo de temer. Le dicen Descartes por esa proposición apócrifa. Más bien es una mezcla de Sartre, Marcuse y Ché Guevara capaz de inquietar a una locomotora con sus teorías. Yo sé como se llama, que era profesor de filosofía en el Pedagógico. Lo veía husmeando en los cuasi clandestinos recitales de jazz a fines de los setenta. No hablaba con nadie. Se decía que había quedado chalado con la tortura. Fumaba incansablemente, como si cumpliera una penitencia. "Lo peor es que no veo alternativa" me dice a veces "veo todo tan corrupto, tan contaminado como un callejón sin salida y sinceramente prefiero estar aquí adentro que revolcarme en la mierda, sabes". Yo tal vez lo mire en silencio, con los ojos asustados. O quizás parezca indiferente, pétreo, distante. No sé. Pero a veces se me hace un nudo en la garganta al escucharlo. Juro que es cierto. Pareciera que llevase todo el dolor del mundo ahí dentro de su cerebro bullente de ideas. "Cuando no puedo más le pido a Roberto que toque el saxo un rato. Es increíble. Todos los milagros me parecen posibles entonces. El saxo es como una luz en las tinieblas. Y vuelvo a creer, aunque sea por un instante". Me mira desde el abismo de su alma para confesarme lo terrible que es la ausencia de Roberto, pero no dice nada. Y es fácil imaginarlo aullando y arañando las paredes de un mundo demasiado erizado de espinas.

Roberto, Descartes y yo brindamos con unos vasos de plástico que Fidel sacó de un escondrijo. Todos se unieron a nuestro brindis en un coro terrorífico en tanto devoraban pedazos de chocolate y abrían paquetes de cigarrillos como dementes. Sandokán propuso otro brindis por sus feroces tigrecillos. Nureyev danzaba rebosante de gracia en medio de la trifulca de enajenados que no podía escuchar la maravillosa música que lleva siempre dentro. Proudhon preparaba una enjundiosa bomba mezclando nuestro pisco con quizás qué licores misteriosos sacados del barretín de Fidel. Hicimos un segundo brindis en pleno crescendo de la batahola. Y los enfermeros, nada, no se oye padre. Nureyev saltó peligrosamente cerca de la bandeja donde Sandokán ofrecía las bombas preparadas por el satisfecho anarquista mesando sus barbas a buena distancia. El Tigre de la Malasia rugió un par de insultos que el bailarín tomó a beneficio de inventario mientras le arrebataba un par de tragos que bajó sin demora por su garganta para continuar su danza.

Recién en ese momento lo vi, solo y silencioso en una esquina. Apenas saltaba con la Biblia sujeta por sus maravillosas y enormes manos de boxeador bondadoso. Sus ojos estaban llenos de lágrimas y apenas podía escucharse la voz que asomaba débilmente entre los labios secos y partidos. Pude ver que su mirada estaba llena de girasoles amarillos, de soles furiosos y de grandes estrellas refulgentes, de miserias, de amores frustrados, de miedos, de hombres cavando en las tinieblas, de dioses lejanos y crueles. No he podido sacarme su imagen desde entonces. Me acerqué a él. Le pregunté por qué no venía con nosotros. Los demás guardaban silencio, como si presenciaran algo sagrado. Van Gogh susurraba palabras secretas e incomprensibles. Yo le pregunté cuándo había llegado por ahí, pero no dijo nada que pudiera comprender. Estaba hermoso y loco, con los ojos llenos de fuego y de agua. Igual que ese maravilloso autorretrato suyo. Lo abracé y pude sentir su corazón latiendo como el de un pajarillo atrapado entre tus dedos. Tiritaba entero. Era en ese instante el ser más frágil del universo. Yo pensé que podía deshacerse entre mis brazos y tuve miedo de hacerle daño. Apenas me atreví a besarlo en la mejilla hirsuta de barbas rojizas. Ahí fue que levantó su dedo y me señaló algo que estaba a mi espalda, algo maravilloso que yo no podía ver.

Cuando me di la vuelta encontré a Roberto a punto de soplar su saxo. No volaba una mosca en el patio. El sonido salió limpio, puro, tierno, rebelde, trémulo, bello, terrible, furioso, relampagueante, lleno de amor. Esa música tenía un sabor a divinidad y a demonio que parecía inundarlo todo con su sabor agridulce, con su verdad indescifrable, con su respuesta enigmática. Hay quienes esperan toda una noche a que Roberto se ponga a tocar así el saxo un par de minutos. Pero esa tarde él tocó sin descanso para nosotros. No hubo comerciales, ni tragos ni silencios. Sólo la música de lágrima y viento que parecía surgir más desde uno mismo que del instrumento destellando con los reflejos llameantes de un cuadro de Van Gogh.

No he ido de nuevo a ver a Roberto. Cada mañana, cuando me afeito, veo la cabellera rojiza de Van Gogh mirándome desde el espejo en llamas. Cuando trato de concentrarme escucho la música de saxo viniendo de muy adentro, de una zona en penumbras que apenas me atrevo a vislumbrar. Entonces pienso cada vez con más fuerza en esa idea que me obsesiona. Cruzar la calle. Hacia los girasoles amarillos, hacia las locas mezclas de licores, hacia una danza silenciosa, hacia las certezas y las dudas que me aterran. Hacia ese gigantesco imán o girasol o música que me estremece. Eso. Cruzar la calle.

* este cuento pertenece al volumen LUGARES SECRETOS (Mosquito Comunicaciones, 1994), Premio Consejo del Libro al Mejor Libro de Cuentos publicado ese año.
 
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