17 diciembre, 2006

BAILARINA DE TOPLESS

Te acercaste con ese mechón encima del ojo izquierdo, tan gracioso, con esos pantaloncitos que dejaban al descubierto tus muslos blancos y la blusa tras la cual se adivinaban los pechos; me dijiste qué quería; yo te dije ‑qué‑ en medio de una canción de Michael Jackson que bailaba apenas una gorda de ojos insinuantes y tal vez demasiado recargados de pintura, pero la verdad es que a pesar del ruido te había entendido perfectamente, lo que quería es que te acercaras a mi oído para preguntarme de nuevo ‑ qué es lo que vas a servirte‑ , ‑qué es lo que hay‑ pregunto yo ahora, respirando el perfume que sale de tu rostro o tu cuello tan cercanos; ‑café, bebidas‑ contestas, mientras la gorda muestra sus senos enormes de pezones rosados que va erectando con sus propias caricias y se acuesta en el piso abriendo las piernas, con la pelvis aún cubierta por unos cuadros negros brevísimos por donde asoman los vellos y, a veces, las contorsiones esquizofrénicas de la danza descubren parte de la vulva, yo te contesto ‑café‑ , y vas hacia el mesón para ordenarlo; veo muy mal entre las luces rojas, azules y las lámparas ultravioletas, estroboscópicas y las esferas poligonales que proyectan miles de agujeros luminosos que corren por los muros, me instalo junto a una estufa de gas, haya allí un sillón grande donde me siento y donde tú llegas y puedo ver mejor tus ojos negros, tus muslos suaves y tus pechos detrás de la polera roja con no sé qué frase en inglés que trato de adivinar en la penumbra ruidosa mientras me tomas la mano para descubrir que ‑ hace frío afuera, porque tu mano está helada‑ me dices y estornudas para que yo te diga si estás resfriada, te ofrezca un café en el momento en que el barman homosexual se aproxima solícito para invitarme a presenciar el espectáculo sentado en un banquillo alto al borde de la T donde se mueven las bailarinas; allí voy, tú detrás, reclamando que estoy dejándote sola; ‑venga corazón ‑ contesto; ‑me consigo una silla y vuelvo, espérame‑ respondes con una sonrisa; tardas mucho y me aburro con la gorda que se está bajando el calzón acostada de frente al público que somos cuatro o cinco ociosos, todos mayores que yo, escuchando a Jackson desnudar la gorda en una escena digna de Fellini, entonces se acerca una flaca espantosa de nariz ganchuda para pedirme un cafe con una expresión que quiere ser seductora, pero en verdad es horrorosa, patética, ‑ te insisto, flaca, que no tengo dinero, ‑qué‑ me gritas al unísono con el mestizo Jackson, ‑¡no tengo plata!‑ grito y entiendes porque te vas, flaca horripilante, y llegas tú al fin con una silla larga, poniéndola a mi costado, apegando tu cuerpo al mío, tomando mi mano, confesando tu frío tremendo, es verdad, tiritas, y te abrazo envolviéndote con mi abrigo nuevo, pones cara de agradecimiento y no sé si creerte pues me parece sincera tu expresión; ‑no te enojarás‑ dices tímidamente; ‑qué pasa, no tengo razones para enojarme‑ te contesto; ‑me puedes convidar un café, sólo si quieres‑, me estás mirando; ‑claro, corazón‑, chasqueas el dedo y viene el maricón solícito a recibir un cuchicheo tuyo para después volver con un café que bebes ahora con las dos manos mirándome de reojo, sonriendo mientras yo también bebo el mío y también te miro de reojo; la gorda está desnuda arrastrándose por el piso alfombrado, por fin desaparece entre las cortinas y las luces fantasmales; aparece una morena alta, deliciosa, con un sombrero tipo far‑west y una combinación azul, translúcida, que logra despertarnos a todos del sopor producido por la gordita, el cabello ensortijado alcanza justo el nacimiento de sus senos prodigiosos donde residen ahora nuestros ojos, ‑es linda, no es cierto‑ dices a mi oído; ‑tú me gustas más, tienes algo especial‑ tengo que repetirte todo, porque la música ensordece de nuevo la pieza en penumbras y entra en oleadas en los cuerpos de los que estamos allí, entra junto con los movimientos insinuantes de la morena que comienza a pasearse por el mesón, se encuclilla en frente de mí para que sienta el temblor de su piel cercana, la suavidad tan cerca; tú ríes y apegas la cara a mi hombro casi con ternura, me inclino hacia ti de modo que nuestros labios quedan a punto de unirse, me enredas el pelo, la morena se alejó desencantada mientras nos miramos; ‑tal vez debiera enojarme como las otras, cuando uno molesta al que está con ellas‑ ¡mueves la boca tan cerca de la mía! ‑no importa, ¿ a qué hora bailas?‑ te interrogo; ‑luego, luego, después de esta niña y la otra‑ respondes; ‑tienes algo especial, no sé ese pelo tuyo, peinado al lado, como la Emma Peel de "Los Vengadores", la viste alguna vez en la tele‑; ‑claro, ¿me lo dices en serio?‑; ‑eres bonita‑; gracias‑ ; ‑cierto, me gustas mucho‑; te ríes y tomas el último trago de café en el vaso desechable, me tomas la mano, yo te tomo la otra, te vas apegando más aún, me miras de pronto y haces unos mohines graciosos dirigidos como sobre mis ojos, como si te diera vergüenza o inquietud al menos, como si fuésemos pololos adolescentes y no un tipo solo arrancado de su mundo y una bailarina de top‑less que debe hacer consumir a los clientes para ganar un porcentaje, no me haces sentir la verdad, permites que yo olvide al amigo muerto que me trajo a este lugar en busca de algo de consuelo, horas antes caminaba sin saber por dónde hasta que encontré las fotos y pensé por qué no, no tengo donde más ir hasta la hora del cóctel, la fanfarria y los discursos propios del segundo libro de un poeta joven, si faltan dos horas aún, ¿por qué no? y me introduje en ese mundo de luces y sombras tan parecido a lo que llevamos dentro nosotros mismos, así va pasando el tiempo, mirándonos, riendo; la siguiente bailarina tiene una especie de traje de fantasía como de Can‑Can, recuerdo de alguna abuela artista, parece gallina ‑ te digo‑ tiene muchas plumas; estás llorando de risa hasta que el pajarraco sin plumas huye por las cortinas, y al incorporarte me lanzas un ‑ espérame‑ corres; yo me dedico a analizar el local, descubro la cabina desde donde un individuo de rostro borroso manipula los controles de las luces y de la música, más abajo el bar con el mariconcito atrás, varias mujeres solas y unas parejas más o menos atracadas según el carácter del cliente, se me aproxima la gorda a pedir un cafe, le digo que no tengo plata y se va con cierta prisa, seguramente advertida por la flaca horrible; entonces sales, sales con la música desde atrás de las cortinas, tu cuerpo es mejor de lo que esperaba, sonríes, juegan nuestros ojos, estás con un bikini muy poco revelador, observas raras veces al público, bailas frente al espejo, a veces me miras y yo te hago alguna seña graciosa que te hace reír y mirar hacia otra parte hasta que vuelves a mirarme, así con timidez notoria, con ese aire tuyo de pulcritud, ese rostro tuyo aún no contaminado por este ambiente, o quizás es ese tu juego, simular la gatita vergonzosa, regalona, de pronto estás desnuda y yo mirándote a ti y a tu reflejo, alternativa, rápidamente, lo que te hace reír tapándote la boca y salir medio asfixiada por la risa hacia el camarín allá atrás de las cortinas verdes y las luces que relumbran en tus caderas deliciosas, cimbreantes, tus muslos de reflejos rojos y violetas, tu pelo cayendo sobre la espalda suave, tu cabellera negra y dividida al lado. Cuando vuelves a mi lado tienes frío, llevas puesto un abrigo bajo el cual te estremeces, se me ocurre entonces preguntarte cuánto dinero ganas allí ‑trescientos, por trabajar desde las once de la mañana hasta las nueve y media, más un porcentaje por los consumos, unos cien pesos más‑ ; ‑tan poco‑ te replico; ‑bueno, en la municipalidad ganaba cuatro mil, ahora como ocho, claro que a nadie le gusta este trabajo, mira, estamos todas resfriadas‑; ‑es que usan muy poca ropa‑ te digo, nos largamos a reír, escondes la cabeza, alguien baila en el escenario y se acerca, nosotros ahogados de risa, de repente unas piernas sobre mí, unos muslos que bajan y se acercan, ‑mira para abajo‑ me dices; yo inclino la vista al suelo, la bailarina se va indignada seguramente, no me atrevo a levantar la cara, tú me abrazas riendo todavía, acaricio tu cabello suave, la sonrisa huye de tu rostro y te pones un poco seria, como si recordaras que eres bailarina de top‑less y que no estás haciendo lo que corresponde, yo te ofrezco un café o un trago y deslizo aún mis dedos por tu pelo con un cariño enorme que de pronto siento, ‑no quiero nada más‑ contestas tan bajo que no puedo haberte escuchado, sólo sé que me estás diciendo que no con tus ojos llenos de ternura, ‑vivo en un campamento donde hay que acarrear agua todas las mañanas y colgarse de la luz y todo eso‑; ahora esa misma agua sale de tus párpados y me abrazas fuerte, fuerte, los demás pensarán que lo estamos pasando bien y la mano que debiera estar en tus pechos te seca las lágrimas, y tu mano que debiera deslizarse en mis muslos me revuelve el cabello, y viene a mí el rostro del amigo muerto y un par de lágrimas que van no sé a dónde, nos quedamos así un tiempo que parece infinito, abrazados uno al otro, ahora te beso en la mejilla, te digo que se me ha hecho tarde, te acercas con ese mechón tan gracioso sobre tu ojo izquierdo y siento crecer tu aroma, más aún ahora que me estás besando, más aún ahora que nuestros labios se tactan y se muerden y me cuesta tanto tener que irme, dejarte sola, sin comprender nada de lo que ha ocurrido, huyendo de algo mío enorme que se queda allá adentro mientras yo vuelvo a la ciudad inmensa y hambrienta y corro oculto entre los miles de peatones para no llegar tarde a mi cita, al menos eso quiero creer cuando todavía parece sentir nuestras bocas que se juntan, bailarina de top‑less, cuando aún llevo una de tus lágrimas enredada en la mano izquierda, cuando comienzo a pensar que tal vez lo mejor era quedarse, quedarse, aunque ya sea demasiado tarde.

* este cuento pertenece al volumen LUGARES SECRETOS (Mosquito Comunicaciones, 1994), Premio Consejo del Libro al Mejor Libro de Cuentos publicado ese año.
 
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