23 octubre, 2006

Escritores en dictadura

Pertenezco a una generación que salía de la adolescencia cuando el golpe militar de 1973 llevó al poder a Augusto Pinochet y se inició su dictadura a sangre y fuego. Esta experiencia –por muchos vivida intensamente debido al exilio, la persecución o la lucha abierta o clandestina- actuó como un crisol y dejó –quiérase o no- una impronta imborrable. Quienes en aquellos años descubrimos y asumimos nuestra pasión por la literatura, lo hicimos en un entorno signado no sólo por la censura y la falta de medios de comunicación libres, sino que por realidades bastante más atroces. La desaparición, la tortura y la muerte no eran un susurro o una posibilidad teórica, sino que una realidad próxima, horriblemente cercana, imposible de advertir y menos aún de negar.

Aunque resulte terrible reconocerlo, la dictadura militar viene a ser un hecho trascendental en las vidas de quienes dedicaron una porción fundamental de sus energías a luchar por el retorno a la democracia. La generación del 80, huérfana de mentores, se desarrolló literariamente en estas condiciones de emergencia, lejos de quienes debieron ser sus maestros, debido al exilio en el extranjero o dentro del propio Chile, sometidos a censura, vigilancia, cesantía y persecución.

En esos días ominosos y terribles, sobre todo en los primeros años, la Sociedad de Escritores de Chile, presidida por Luis Sánchez Latorre, jugó un rol libertario que debe reconocerse en todo su espléndido valor. En aquella época de emergencia, la SECH convocaba a una amplia variedad de escritores de valía en torno de la lucha antidictatorial. Esto requirió gran osadía y capacidad para articular los esfuerzos de escritores de las más diversas posiciones ideológicas.

Bajo el alero de la SECH, a mediados de los 70, se formó la Unión de Escritores Jóvenes (UEJ) gran protagonista de las Semanas por la Cultura y La Paz, una de las primeras manifestaciones culturales de resistencia contra la dictadura, en las que participaron, entre otros valores emergentes, Gregory Cohen, la siempre extrañada Bárbara Délano, Antonio Gil, Luis Alberto Tamayo. En paralelo surgió la actividad de los talleres literarios universitarios, ligados a la Agrupación Cultural Universitaria (ACU), donde trabé amistad con Sonia González y Esteban Navarro. Luego, en los 80, vino el turno del Colectivo de Escritores Jóvenes (CEJ), donde conocí a Ramón Díaz Eterovic, Pía Barros, José Paredes, Teresa Calderón, Jorge Montealegre, Carmen Berenguer, Pedro Lemebel, Aristóteles España, Eduardo Llanos, José María Memet, además de muchos de los mencionados, entre varias decenas de poetas y narradores. Una lista larga a la cual hay que agregar narradores como Jorge Calvo, Antonio Ostornol, Lilian Elphick, , Juan Mihovilovich.

La experiencia del CEJ fue múltiple, activa y centrada en lo literario, pero también integrada a la lucha por las libertades civiles, lo que fue un elemento dinamizador de la SECH, donde finalmente confluyeron múltiples iniciativas y experiencias que establecieron puentes que hicieron posible el encuentro de diferentes generaciones, opciones estéticas e ideológicas. Lecturas públicas de gran resonancia, como los encuentros Chile Francia o Todavía Escribimos, liderados por Fernando Jerez, Poli Délano y Carlos Olivárez son excelentes ejemplos de esta amplia confluencia de generaciones, estilos, estéticas y temáticas, bajo un claro signo de oposición a la dictadura militar.

De esa confluencia surgieron encuentros, talleres, revistas artesanales, antologías, hojas de poesía, recitales. Varias veces, en pleno imperio del toque de queda y de la plena acción de los servicios de inteligencia, efectuamos vigilias artísticas en la Casa del Escritor, desafiando abiertamente a la tiranía. Decenas de escritores sostuvieron una posición digna y firme en la lucha por la defensa de la libertad y afrontaron los riesgos que esto significaba en los primeros años, donde muy pocos se atrevían a alzar su palabra cuando el imperio de la barbarie carecía de contrapartidas. Mencionar a aquellos que ya no están con nosotros es de toda justicia: Juvencio Valle, Diego Muñoz (mi padre), Humberto Díaz Casanueva, Jorge Teillier, Rolando Cárdenas, Martín Cerda, Enrique Lihn, Mila Oyarzún, Mario Ferrero, merecen un reconocimiento especial a la hora de los recuentos.

Esta decisión, mostrada en los hechos, aquí en Chile, en los momentos más difíciles, nada tuvo de maniqueo para quienes siempre hemos concebido la literatura como un gran juego muy serio –citando a Cortázar– no como un terreno para el proselitismo bobo o para los balbuceos lingüísticos, ni menos como la autopista apropiada para una carrera de jamelgos en pos del premio de la fama.

Gonzalo Millán, hermano mayor, fue uno de los escritores que destacó en esta lucha, primero fuera de Chile, desde el exilio en Canadá. Luego, a su regreso, mediados de los 80, se integró sin condiciones ni pretensiones al trabajo que poetas y narradores realizábamos en sindicatos, universidades, peñas, agrupaciones de vecinos y ferias libres. No escatimaba tiempo a estas actividades, ni calculaba los riesgos inmanentes (no sobra decir que los había en abundancia): siempre estuvo allí con su poesía cercana, inteligente, profunda, que en mi personal apreciación lo sitúa en una posición de privilegio, de primera línea, entre los más grandes.

La labor del auténtico escritor es una faena silenciosa y solitaria, asentada en sus obsesiones, que requiere autonomía y libertad de pensamiento. Sin embargo, el artista es capaz de salir a la palestra cuando las exigencias de la vida social obligan a establecer un paréntesis en esa relación un poco distante y tensa con el mundo real. Eso hicieron, muchos escritores durante la dictadura, desafiando desde su posición al orden represivo, sin más armas que el conocimiento, el lenguaje y la inteligencia.

Gonzalo Millán fue uno de ellos, un miembro de la resistencia, hasta el último instante: lúcido, crítico, irreverente, sensible. Le asqueaban los juegos políticos y diplomáticos que sacrificaron la ética por bien calculadas conveniencias. Ironizaba con la moda oficialista de los “eventos” culturales que corren en pos de las primeras planas y las cámaras de televisión. Sabía que la figuración mediática (la farándula diría un opinólogo) es poco más que un enorme globo inflado de vanidad perecedera y lamentable. Así lo recordaremos: sólido en sus principios y en el oficio literario, ácido y consecuente, rebelde, sencillo, tenaz y, probablemente, eterno.

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