15 mayo, 2006

Premio Nacional, al ataque

Una vez más el ambiente de las letras se remece debido a la proximidad de la elección del Premio Nacional de Literatura. Las candidaturas se levantan y comienzan a saltar chispas, se alza la polémica. Así será hasta una semana después de la premiación, cuando sobrevenga el largo espacio silente que se extenderá por otros dos años. Mientras tanto habrá razones para dar un “flavour” farandulesco al ambiente literario chilensis. Y una dosis fuerte de provincianismo.

La competencia despiadada a la que ha llevado el sistema de otorgamiento del Premio, se erige muy por encima del natural imperio de las pretensiones personales que resulta esperable. El reglamento exige la presentación de “candidaturas” con los correspondientes respaldos de instituciones y personas. Así se forman bandos, comandos y tropas de activistas. Toda renuencia es calificada como desviación, ataque o intento de protagonismo. Así puede tildarse a tal o cual de ejercer abominables prejuicios o de tratar de llamar la atención con sus opiniones disidentes. Como si el Premio Nacional –cualquier premio- hubiese sido creado para entregarlo al candidato de la preferencia, en función de los criterios enunciados.

En otras épocas era un jurado ilustrado –compuesto básicamente por escritores y estudiosos de la literatura nacional- quien decidía, con prescindencia de cualquier tipo de candidatura oficial, en función de los méritos de la obra, quienes podían ser merecedores del galardón y después de intensas (y normales) discusiones llegaban a un acuerdo. Este hecho ha sido relegado al olvido, igual que la premiación anual (no cada dos años como ahora).

Con excepción del periodo de la dictadura militar, los Premios Nacionales casi siempre se dieron a escritores con largueza de méritos, que suelen ser más que los premios disponibles. La lista de los premiables no galardonados es tan extensa como aquella donde figuran los laureados. El otorgamiento del Premio cada dos años no hace más que ahondar esta brecha.

Insisto en proclamar –como lo he hecho antes- que en nuestro pequeño país los estímulos para la creación literaria son menguados y cualitativamente pobres, reducidos en lo que se refiere a rango, variedad y alcance. Lo cual no implica reconocer los esfuerzos realizados principalmente por el Consejo del Libro en cuanto a premios, becas y concursos de proyectos. Estamos lejos de ostentar un estado satisfactorio a este respecto, a pesar de la constancia de múltiples logros de autores chilenos fuera del país (que debe considerarse una exportación no tradicional de altísimo valor agregado, puesto que se trata de talento químicamente puro; por ende altamente deseable, aunque no exista ningún incentivo asociado)

Las discusiones que se basan en distinción de géneros (literarios y sexuales), en filiaciones políticas y sociológicas, a favor en contra de alguna de estas categorías, me parecen ociosas y engañosas. El mérito de la obra es el único criterio a discutir en una mesa ilustrada, donde no pueden pesar las cantidades de adherentes ni el peso específico de éstos. Mérito por cierto subjetivo y discutible, ¡qué duda puede caber!, el tiempo (inexorable e implacable) se hace cargo de revelar esta clase de errores y aciertos.

Un país debiera ser algo más que una amorfa suma de individualidades hipertrofiadas. Mientras tanto se ejecutan las campañas de rigor y se yerguen las candidaturas lustres, debiéramos pensar en cómo reconocer tanto talento literario que se manifiesta. Buscar formas nuevas. Alentar a jóvenes y viejos escritores, hombres y mujeres, donde sea que se encuentre. Desterrar el olvido y la soberbia. Estimular el desarrollo de la creatividad y el goce de la lectura. Si un país tiene buenos escritores, se hará cargo de leerlos. Mientras más y mejores escritores tengamos, más ganaremos en lo colectivo.

14 mayo, 2006

Que despierte el leñador

Remembranza de Juvencio Valle


Siempre he sentido que el escritor, y sobre todos los poetas (y no sé muy bien cómo justificar esta intuición), deben vivir en el silencio, en esa zona intermedia entre la luz y la oscuridad, entre la compañía y la soledad, en el interregno donde la lucidez ahuyenta al pragmatismo superficial como si fuese una hiena hambrienta. Y ahora concluyo que quizás esta idea me viene de Juvencio, de esos recuerdos que provienen de las zonas más remotas de la infancia, y que se han afincado tan hondamente en nuestras conciencias que ya resulta difícil volver a descubrir la trayectoria del razonamiento en que se sustentan; imposibles de abandonar porque ya forman parte de nuestra biología humana. Mi sospecha es que Juvencio – en ese entonces el tío Juvencio, el viejo y entrañable amigo de mi padre - se introdujo en mi alma de una manera subrepticia y tenue, de la misma forma en que la poesía penetra al lector sensible, así como sus versos impregnados de follaje, de hierbas, de sueños selváticos, de sabiduría de bosques, cautivaban a quien se entregara a su lectura sin otro afán que ingresar a un mundo donde las únicas monedas aceptables son el lenguaje y la belleza.

Embajador de un mundo paralelo al nuestro, similar pero al mismo tiempo radicalmente opuesto, era Juvencio Valle, así como otros personajes que pueblan la galería de los recuerdos de mi niñez: Pablo Neruda, Rubén Azócar, Homero Arce, Delia del Carril, Gonzalo Drago, Nicasio Tangol, entre otros. Todos ellos embajadores de un reino tan próximo como lejano, tan distante del nuestro como seamos capaces de acercarlo, un mundo donde la utopía se ha hecho realidad. No es un planeta perfecto a la usanza de nuestras creencias occidentales y cristianas, es un territorio donde más bien impera lo dionisíaco, pero donde impera la ley del más sabio, del más alegre, del más humano, del más libre, del más respetuoso, del más sencillo. De ese mundo, Juvencio Valle me parece – hoy que hago esta reflexión – que era el más exacto embajador: lector eximio y voraz, soñador empedernido, terrenal bebedor de los efluvios de la vida, dispuesto en todo instante a que la sonrisa de un niño travieso aflorara a sus labios, labriego de vocación, conversador infinito y fascinante, predicador de las bondades de su tierra lejana de la cual ha sido exiliado en esta labor diplomática incomprensible.

No hay un equivalente a Juvencio Valle en nuestra poesía chilena, es un único roble gigantesco, afianzado en sólidas raíces, y coronado con toda justicia con el Premio Nacional de Literatura en 1966, el que fue precedido de numerosos reconocimientos. Libros como Tratado del Bosque (1932), Nimbo de Piedra (1941), El Hijo del Guardabosque (1951), Del Monte en la Ladera (1960), Estación al Atardecer (1971), por nombras sólo algunos, son obras de un poeta mayor que no requiere de estridencias para imponer su estética, impregnada de un lirismo extraordinario y de un excepcional manejo del lenguaje. En el prólogo a la Antología de Juvencio Valle (1966) elaborada por el escritor Alfonso Calderón, también justamente galardonado con el Premio Nacional de Literatura el año pasado, anota el erudito antologador: “La habilidad de Juvencio Valle consiste en hacer coexistir una nota exótica, procedente de una intemporal mitología, con lo vernáculo, manteniéndose en el nivel de un mesurado romanticismo, avaro de quejas, parvo en las imprecaciones”. Juvencio Valle vendría a ser el precursor poético de los ecologistas, el adalid de la admiración de la defensa de nuestros bosques y hierbas y flores, sin que ostentara más arma que el verso

Las lecturas juveniles que fueron disminuyendo mi indocumentación me hicieron establecer una relación de su poesía campestre con la de Miguel Hernández, el gran poeta español, el que escapaba de las cantinas para recoger hierbas en las afueras de la ciudad, y regresaba a las horas, embriagado de sus aromas, con las manos llenas de manojos que acariciaba como tesoros sublimes. Después descubrí que se habían conocido en la guerra civil, Juvencio me refirió esta costumbre de su hermano Miguel, así como la separación y la pérdida dolorosa, su última aventura juntos. Y hablamos también de Alberti, de León Felipe, de Aleixandre, de Altolaguirre, de García Lorca, en sesiones de vino tinto y de evocaciones que me enseñaron lo que la academia no es capaz de transmitir.

En la época del gran dolor y la gran oscuridad, cuando el terror y la muerte gobernaban con implacables charreteras, el silencioso poeta de la selva del Sur abandonó los límites de su casa de las hierbas y las flores en Eliecer Parada (un perfecto refugio para las únicas labores que un auténtico escritor añora: la lectura y la escritura), y con más de setenta años a cuestas (por más bien llevados que fueran), y sin más escudo que los miles de libros leídos y los miles de versos escritos, salió a las calles ocupadas, con mi padre, Diego Muñoz, y con otros luchadores altivos a proclamar, con una irracional valentía, desafiando a los sangrientos talaveras, que la dignidad aquí no se había acabado, que aquí estaban los embajadores de ese mundo que soñamos y que habrá de imponerse sobre toda atrocidad. Así, ante la expectación de todo el mundo y el silencio de la censura local, ayunaron en una iglesia junto a las madres y esposas de los que habían desaparecido por obra del horror fascista. La Parca no se atrevió a tomar sus vidas: los amenazó con tormentos, los vigiló, escuchó sus conversaciones, cortó los cables de energía de sus micrófonos, pero nada, no pudo doblegar a esos tiernos y firmes hombres hechos de pellín y de alerce, fraguados bajo la interminable lluvia del Sur, con los ojos llenos de cielo y océano interminable.

Nacido con el fin del siglo XIX, Juvencio Valle nos abandonó en las postrimerías de del siglo XX. Concluyo que de alguna manera imposible de revelar para nosotros, porque de existir lo divino ha de estarnos vedado y de ser inextricable para la inteligencia humana, habrá al fin regresado a ese mundo de donde proviene, y se habrá reunido con sus hermanos. Allí hablarán de lluvia, de libros, de sueños, de derrotas, y se reirán del éxito falso y de la precariedad del pragmatismo y del poder. Confío también, Juvencio, en que intercedas por nosotros para no quedar aquí olvidados, ciegos, solos, mudos en esta tierra, y que vengan nuevos embajadores a prodigarnos vuestra luz, vuestra humildad, vuestra sabiduría. Para la espera, contamos con el refugio del follaje de tus libros, y con esa hermosa frase que solías pronunciar: “Todos los días despierto pensando que estoy empezando a vivir”.
 
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