30 septiembre, 2005

PROPOSICIONES PARA UNA TAXONOMIA DEL ESCRITOR

Hay quien recomienda - lamentablemente con bastante razón - leer a los escritores y no conocerlos en persona. La verdad es que muchas veces resulta decepcionante el encuentro en vivo, producido al margen de los textos, sobre todo en esta nueva era donde dominan la fanfarria y el mercado. Pero al conocerlos surge, con el transcurso del tiempo, la tentación de taxonomizarlos, agruparlos en categorías bien definidas de personajes que pueden ser reconocidos con cierta facilidad si disponemos del modelo adecuado. Eso es lo que trato de esbozar en lo que sigue, a modo de contribución al develamiento de nuestra criticable especie.

La primera clase que me viene a la cabeza es la de los Excritores, aquellos que alguna vez escribieron un libro (en general, de escasa trascendencia e ínfimo valor) y viven de la gloria remota y las más de las veces presunta, asistiendo profusamente a conferencias, recitales y seminarios, siempre atentos a pontificar sobre cualquier tema y a criticar con dureza, sobre todo a los colegas más productivos. Los excritores tienen una elevada tendencia a afiliarse a entidades que remarquen de manera visible su condición de escritor, y persiguen con denuedo y ansiedad investirse de cargos que pongan de relieve sus méritos.

En el otro extremo encontramos a los Excretores, que se dan maña para publicar con altísima frecuencia, muchas veces abarcando varios géneros (ojalá todos), sin poner cuidado en la calidad de la materia escrita que lanzan al medio ambiente sin la más mínima consideración por la polución intelectual que provocan; toman por asalto los salones literarios y disputan el protagonismo con los Excritores. En un mismo año pueden publicar varios libros: poesía, teatro, novela, ensayo, cuento, causando la envidia de los excritores, aunque éstos declaren que su aporte ya asume proporciones satisfactorias.

La farándula del mercado ha traído consigo a la nueva especie predadora de los Exitores, ávidos lectores de la lista de libros más vendidos, ilustres defensores de la irrupción del libre mercado en los gustos literarios de las masas, e iluminadores de los encuentros más selectos y exclusivos, donde pueda escucharse -parafraseando a Lennon- el sonido cantarino de las pulseras de oro y diamantes; muy sensibles a la depresión que produce el olvido cíclico de sus "clientes", siempre atentos a buscar nuevas marcas bien guiados por las inclementes artes del marketing.

Por otro lado, los Inclitores son las "vacas sagradas", tocados para envidia de sus congéneres por la varita mágica de los premios relevantes, que viven esta condición con diferentes grados de dignidad. Por cierto que no faltan los que sufren el tormento de la tentación de sobrepasar vallas mayores. El Premio Nacional, magramente otorgado cada dos años (dicho sea de paso, por una ley mezquina que no reconoce una de nuestras escasas competencias a nivel internacional, y que demora demasiado en cambiar por la inacción propia de nuestro estado en materia de cultura), causa variadas obsesiones y enfermedades entre los inclitores, debido a sus veleidades extremas: demora demasiado en llegar, o bien no llega jamás. Afortunadamente hay otros que escriben, hablan con cautela, reciben los homenajes con humildad y siguen siendo los que siempre fueron.

Los Escrutores resultan especialmente temibles en las escasas reuniones dedicadas a analizar nuestra literatura. Todo lo saben, tienen una opinión sobre cada piedra que pueda levantarse, hablan como si sus frases estuvieran siendo simultáneamente grabadas en bronce, convencidos de que su paso por el mundo dejará más huella que el cometa Halley. Suele existir una ruda y amplia brecha entre sus palabras y su obra creativa.

Los Inscritores son los que se afilian a cuanta sociedad, asociación, ateneo o taller encuentren a su alcance, buscando acumular credenciales, diplomas y actividades curriculables que puedan sustituir de manera eficiente el lento reconocimiento a una obra sólida que se da en nuestro modo de existencia. Compiten con los escritores por la dirección de las organizaciones.

Los Escriptores generan textos tan complejos que nadie pueda atreverse a criticarlos; así logran un temprano reconocimiento; nadie osa atacarlos por temor a quedar como ignorantes o como imbéciles, nadie desea ganar su ira porque suelen estar bien conectados. Lo críptico es seguro, quizás se venda poco, pero se asegura la participación en congresos internacionales y el espacio en revistas de elite.

De moda están también los Escrotores o Esclitoris que han sabido identificar los beneficios de la literatura erótica, confundiendo lo subido de tono o la descripción brutal con sensualidad, que depende mucho más de la atmósfera de voluptuosidad que debiera afirmarse en la sugerencia del lenguaje.

Suficiente por ahora, espero contribuciones de los que puedan concordar con esta taxonomía preliminar. También espero comentarios y ataques de quienes piensen que el sayo no les gusta, pero que les viene.

23 septiembre, 2005

Auschwitz


El anciano comenzó a descender calmoso la escalera que conducía a la estación del tren subterráneo. No tenía ninguna prisa, nadie lo esperaba. El matrimonio sin descendencia se había esfumado por completo con la muerte de su esposa algunos años atrás. Este recuerdo ya no lo entristecía; nada lograba sacarlo de su mutismo. Una vez al mes se animaba, más por obligación que por entusiasmo, a cobrar el cheque de la jubilación que le permitía prolongar su vida reposada. No pasaba estrecheces económicas, al menos. Era, tal vez, un monótono privilegiado.

Estaba pasado el mediodía y un calorcillo punzante se agitaba gozoso en la atmósfera pregonando el verano inminente. El anciano, sin embargo, portaba un grueso abrigo invernal; a su edad este cambio de clima era todavía una sutileza incapaz de modificar su indumentaria.

Terminó el descenso y se dirigió a la boletería que era atendida por una mujer rubia, madura y de expresión muy rígida. Demoró mucho en reunir las monedas para cancelar el boleto y la cajera lo observaba impaciente. Por fin juntó el dinero y recibió el boleto azul a cambio. Sintió, al alejarse, la mirada fría de la mujer en su espalda, pero no se atrevió a voltear el rostro.

Una vez en el andén sintió fatiga, era larga la caminata, y se acomodó en una silla acrílica desde donde pudo dominar toda la estación. Enfrente suyo había un grupo de muchachas que no hacían más que reír y hacerse cosquillas unas a otras. Cerca de él, de pie, un individuo alto, corpulento, con un bigote muy bien cuidado, contemplaba a las jóvenes sin perder detalle de sus movimientos; a veces sus faldas descubrían sus muslos suaves y torneados; otras, sus senos de turgentes pezones se veían por entre los escotes audaces. Este hombre ‑pensó‑ tendrá unos cuarenta años. Al otro lado de la vía, era curioso, no había nadie. El anciano abandonó sus observaciones al percibir un estremecimiento en el piso. No, no era un temblor, ya lo sabía, era el ferrocarril que se aproximaba. Se incorporó al tiempo que hacía su entrada el Metro. Las puertas de los vagones relucientes se abrieron y los nuevos pasajeros ingresaron. Las muchachas y el cuarentón subieron delante del viejo. El vagón estaba casi desocupado y no tuvo problema para encontrar asiento. El cuarentón se ubicó frente a las muchachas; era evidente su excitación. Una mujer gorda llena de paquetes se quejaba del calor y de la carestía mientras devoraba un chocolate enorme. Más al fondo un quinceañero se ruborizaba con las miradas provocativas y las carcajadas eróticas que le dirigían las jovencitas. El cuarentón se retorcía, envidiando al mocoso.

Las estaciones empezaron a sucederse vertiginosamente. Una de las muchachas se acercó al joven solo con el pretexto de pedirle fósforos. El anciano pensó en reclamar si es que fumaban, mal que mal estaba estrictamente prohibido, pero su inercia lo hizo desistir. El muchacho tenía fósforos y prendieron los cigarrillos. La señora gorda masculló algo que no se entendió a causa del chocolate que hinchaba sus mejillas. Los muchachos conversaron, luego empezaron a juguetear tocándose los cuerpos uno al otro. Las muchachas se erotizaban y miraban al cuarentón. Acrecentaron sus juegos nerviosos. Al fondo, la pareja se besaba tendida en un asiento. La mujer arrojó una mirada horrible al anciano, como insinuándose. Las muchachas rodeaban al cuarentón complacido. El anciano sentía náuseas por los guiños de la gorda. Los muchachos se desnudaban. De pronto el anciano pensó que todo era tan extraño. Una voz ordenó bajarse a todos los pasajeros a través de los parlantes. El tren se detuvo, pero las puertas se mantuvieron cerradas. Afuera había una espesa neblina. Transcurrieron algunos segundos. Estaban todos de pie, menos el anciano. Estaban frente a las puertas que no se abrían.

Cuando empezó a salir el gas por los conductos hábilmente disimulados, todos gritaban y golpeaban las puertas de vidrio y trataban de separar las gomas que las hermetizaban. Desde afuera era posible ver como la gorda vomitaba el chocolate sin dejar de chillar y estrellarse contra los vidrios. Los puños del cuarentón estaban destrozados y la sangre corría por los vidrios. Las muchachas aullaban histéricas junto al quinceañero. Sólo el anciano se mantenía en el asiento aspirando en grandes bocanadas el gas que le robaba la vida.

11 septiembre, 2005

Resabios dictatoriales y vigencia del autoritarismo

Resulta difícil, para quien escribe estas líneas, reflexionar en abstracto sobre las dictaduras, habiendo vivido inmerso en una de ellas por diecisiete años: la duración de la tiranía de Pinochet en Chile. Tal parece que ese periodo nefando ejerce todavía, más allá de su término hace trece años (vamos en el tercer gobierno democrático y aún no transcurre el mismo lapso que la dictadura) una influencia considerable. Y así es, pues nuestra democracia adolece de graves defectos heredados del pinochetismo, serias ataduras que impiden –a modo de ejemplo- una real representatividad entre los congresales.

Quienes teníamos diecisiete años en 1973, nos aprestábamos a ejercer, por vez primera –junto con adquirir la anhelada mayoría de edad- el derecho a voto, tuvimos que enfrentar una realidad muy diferente a la de nuestros sueños. Los siguientes diecisiete años fueron una sucesión de horrores, censura, persecución, cárceles y muerte. Conocimos la universidad intervenida y amordazada; la prensa controlada férreamente, igual que todos los medios de comunicación. Finalmente, después de una larga lucha, votamos a una edad absurda, ¡y con severas restricciones, algunas de las cuales se mantienen a la fecha!

Sin abundar en el trágico significado de la dictadura militar en Chile, sólo quiero recalcar que mi reflexión parte inevitablemente de esa realidad ominosa, todavía presente -por desgracia- a través de los resabios y efectos del fascismo criollo. Resulta tarea difícil, acaso no imposible, abstraerse de esa experiencia para entrar en este análisis. Sin embargo, recuerdo los debates previos al golpe del 73, antes del quebrantamiento de la democracia. Se discutía mucho acerca de la posibilidad de construir el socialismo sin que esto significara reducir las libertades públicas o construir un poder omnímodo y centralizado. Pocos, muy pocos defendían un modelo de socialismo autoritario; a la mayoría la dictadura del proletariado nos parecía un concepto execrable, casi tan repulsivo como la peor agresión del imperialismo.

Se trataba de construir una sociedad más justa por un camino nuevo, libertario, autónomo; y aparte de constatar aquí la justicia de esta aspiración, es necesario también relevar su alto grado de candidez e ingenuidad: ¿Iban los dueños locales del poder y los foráneos administradores del imperio a permitir este experimento? Amenazados los intereses de las grandes empresas, se puso en movimiento una maquinaria que no sólo no trepidó en dar por tierra con una de las democracias más sólidas de América Latina, sino que lo efectuó mediante un ejercicio cruento del poder, a costa de miles de desaparecidos, ejecutados, torturados, perseguidos y exiliados. Esta fue la realidad dominante en todo el continente desde fines de los años sesenta hasta fines de los ochenta; o sea tres décadas de opresión sistemática.

La pregunta que podemos hacernos a estas alturas –en el escenario del imperio una democracia restringida incluso en lo constitucional- hasta qué punto es posible construir una mejor sociedad en las condiciones actuales, cuando enfrentamos nuevas formas de autoritarismo, más sutiles, pero no por ello menos efectivas. En estos treinta años de dominio dictatorial a nivel de nuestro continente, se produjeron fenómenos regresivos en diversos órdenes: los estados disminuyeron su influencia en el ámbito económico, el capital se concentró siguiendo la tendencia global, se afianzó la influencia norteamericana, los partidos de izquierda fueron debilitados por las persecuciones, aunque también –hay que reconocerlo- por los conflictos internas desatados por otras formas de autoritarismo. El derrumbe de la Unión Soviética y sus aliados de Europa del Este, y la consiguiente hegemonía de los Estados Unidos –cuyos efectos nocivos vivimos a plenitud en esta época- junto con el avance demoledor de la globalización, nos deja expuestos frente al accionar de un gran monstruo de control, una de cuyas múltiples cabezas, o apariencias, es la figura del mercado. El mercado es un nuevo Dios, que todo lo gobierna, sin contrapeso, sacralizado casi en forma unánime.

Los años sesenta fueron un tiempo de grandes luchas libertarias, donde se consagraba el derecho de todos a expresarse sin tapujos, a tolerar la existencia y la visión de los otros. Después del gran paréntesis oscuro, empeñados en reconstruir la democracia, se retoma este camino, aunque con grandes y nuevas dificultades. Por ejemplo ¿Cómo hacer valer la teórica libertad de expresión si son grandes consorcios los que gobiernan la mayoría de los medios de comunicación, y si estos consorcios están vinculados a los grupos económicos nacionales o internacionales? ¿Cómo se cautela esta misma libertad cuando los “mercados” del libro están dominados por grandes empresas transnacionales? Unos pocos hechos locales: en Chile la crítica literaria se ha jibarizado; la presencia de la cultura en la televisión es mínima; los medios de comunicación dominantes destacan sólo aquella literatura que es buen negocio o que no atenta contra el statu quo.

Cualquier dogma, cualquier fundamentalismo, cualquier restricción a la expresión de un ser humano, deben ser desterrados; éste es un gran objetivo en el que todos estamos de acuerdo. Sin embargo, sigue habiendo una pregunta anterior, vinculada a los derechos básicos de las mismas personas: trabajo, salud, educación, justicia, por remitirnos a lo esencial. Si las carencias de nuestras economías impiden a grandes sectores el acceso a lo más elemental; y si por añadidura hay millones de personas privadas del acceso a la educación y a la cultura ¿cómo se logra contrarrestar a los grandes poderes y sus enormes y sutiles maquinarias de autoritarismo? (léase marketing, cultura de masas, segregación, consumismo, masificación).Por todo lo antes expuesto, me cuesta abordar el tema de las dictaduras sin vincularlo a nuestra realidad demasiado determinada por el pasado reciente de las dictaduras feroces, expuesta a sus secuelas y consecuencias directas, en medio del reinado de un nuevo ciclo de autoritarismo sutil, aunque no menos brutal en sus efectos reductores del antiguo anhelo de la emancipación humana.

10 septiembre, 2005

Bajo el bosque

para Héctor Garay, detenido desaparecido, compañero de curso, amigo y hermano para siempre


Caminas silencioso por el bosque de pinos y eucaliptus haciendo crujir con suavidad una capa de agujas y de hojas lanceoladas, en medio de una fragancia que te engaña y te acaricia y te habla más de montaña que de océano mientras asciendes la dura pendiente y escuchas el rozar de las ramas tan arriba, por donde apenas asoma entre las copas un trozo de cielo azul azul azul. Cierras un instante los ojos para volver atrás, y es como si en cualquier momento pudiese aparecer un gnomo, un ogro, una hechicera, un templo abandonado, una caverna amenazante y repleta de tesoros, una Venus derruida, un ciervo de ojos brillantes, una enigmática mujer vestida de negro. Es la magia de los bosques que susurran, crujen y sueñan como gigantes dormidos y se agitan inquietos al sentir tus pasos. Pero eres demasiado pequeño, demasiado insignificante para despertarlos, porque tus pies se deslizan tenues sobre la alfombra perfumada a pino y eucaliptus inventando crujidos sobre las hojas secas, a tu espalda, como si alguien invisible estuviera siguiendo tus pasos. De repente las sombras comienzan a esfumarse, el bosque va abriéndose para ceder paso al sol que te ciega casi después de caminar en medio de la penumbra de los árboles, sientes un aroma inconfundible a sal, yodo, especies marinas, adivinas que el océano está tan próximo lamiendo la arena negra azotada por el viento que arrastra la espuma hecha a fuerza de olas reventando en los roqueríos oscuros. Se abre el bosque y te muestra la luz que anuncia el fin de tus temores, quedan atrás fantasmas y espíritus malignos, estiran sus dedos finos como hilos de araña para arrastrarte hacia las tinieblas insondables donde quieren dejarte prisionero para siempre, sientes un frío estremecimiento deslizarse por tu espalda que es el blanco preferido de la avidez de las garras de las Parcas que te siguen y por eso te pones a correr hacia la arena quemante, oscura, inundada de sol. Caes, corres, ruedas riendo por la duna interminable que termina en el mismo océano que te espera allá tan abajo, lamiendo con feroces olas los arrecifes que cubre y descubre, reventando destructor contra las rocas de la costa, acariciando con ternura las arenas oscuras sembradas de conchillas, caracoles, piedras negras, algas, pequeños peces muertos, cuerpos de moluscos. Caes riendo por la arena porque has vencido de nuevo a los espectros del bosque y has llegado hasta el sol que calcina la arena que quema tu cuerpo que rueda feliz hacia el océano que te espera enloquecido y amoroso más abajo. Al fin te detienes y tu rostro queda vuelto hacia el sol que te ciega y te llena de destellos los ojos alucinados mientras sientes los labios cubiertos de arena que está en todo tu cuerpo con su sabor salado porque el viento se ha levantado para levantarla y descargarla como un furioso látigo sobre tu espalda, para que te des vuelta y te ocultes como un caracol hasta que pase la ráfaga y puedas ver el cielo que se abre allá arriba, donde un alcatraz flota estático, sostenido en las corrientes invisibles, sin aletear siquiera, mudo e inmóvil como un astro milagroso. Levantas la vista y lo ves flotar majestuoso, lejano, inconmovible, eterno. Más allá se aproxima una escuadrilla lenta lenta lenta, en tanto el aroma del océano te inunda los pulmones con su fragancia fuerte y salobre de cochayuyo, de piure fuerte y rojo, de macha fresca. Ahí delante tuyo el mar estalla en mil fragmentos blancos y verdes que ocupan todas tus pupilas, y es como si todo el océano reventara dentro de ti, como si estuvieras lleno de furioso oleaje arrastrado por huracanes. Entonces corres, asciendes, saltas por entre las rocas para llegar a lo más alto, podrás ver la Piedra de los Lobos donde retozan los machos soberbios como cachorros al lado de las hembras, o las toninas saltando sobre el agua con frescura de niños traviesos, o simplemente las gaviotas patrullando el aire para súbitamente dejarse caer en medio de las aguas sobre la presa que se debate en su pico mientras emprende el vuelo, o la finura de los cormoranes en vuelo en el cielo tan azul que te hiere los ojos por donde el sol entra a raudales en olas que estallan tan allá adentro de tu alma. Vas hacia lo alto de la roca donde el viento te golpea en ráfagas terribles, hincha de aire tu camisa, revuelve tu cabello con sus dedos invisibles. Y tú cierras los ojos porque estás buscando el tesoro que se encuentra más allá del abismo oscuro e insondable de la Cueva del Ermitaño; sueltas una piedra que rebota infinitamente contra las paredes de la grieta hasta que pueden escuchar como penetra en el agua marina, porque allá abajo gime, respira el océano entre seres monstruosos al acecho de visitantes imprevistos. Cierras los párpados y estás navegando hacia la desembocadura del Maule en un lanchón de esos que llegaban a las costas de San Francisco, navegaban hacia el misterio de Nueva York atrapado en esas pinturas naives de un patrón de alta mar que ya no existe. Cubres tus pupilas para caminar entre Las Ventanas muy cerca de La Poza, para cruzar el túnel entre Calabocillos y Potrerillos huyendo del furibundo mar a la salida, para pasar bajo el Arco de los Enamorados, para caminar por la Vega de los Patos con la vista puesta sobre la Piedra de la Iglesia, para subir al Mutrún justo cuando el sol comienza a incendiar el horizonte y te regala un secreto rayo verde que trae consigo todo el misterio del océano que te ama y te canta como una sirena con la voz del alcatraz suspendido en el viento, con el rugido del lobo de mar satisfecho, con la carcajada del Ermitaño entre las penumbras y las olas resonando muy dentro tuyo, en ese trozo de mar que has robado para siempre. Has venido aquí después de tantos años, justo ahora que cumples diecisiete, el cumpleaños más solo y más triste de tu vida porque así lo quisiste tú mismo, porque no podías más, muerto de pena, con esas escenas de incendios, de gritos, de ametralladoras retumbando en la noche con ese tableteo siniestro que eriza la piel, con ese frío que viene al pensar que alguien estará mordiéndose la lengua para soportar la corriente que le muele los testículos o la brasa que se hunde en los pezones. Eso es lo que dejaste atrás, el horror, la pesadilla donde el rostro desfigurado de Héctor se aparece diez, cien, mil veces ante tus ojos para que veas sus pupilas tristísimas donde cabe todo el dolor que puedas imaginar, un sufrimiento a raudales que sube por tu garganta amargo y terrible, y estalla en lágrimas por entre las cuales, a pesar de todo, ves los alcatraces volando en bandada, impávidos, eternos, inalcanzables. Entonces escuchas el propio sollozo que nace como una bestia herida desde lo más hondo de tu alma, una criatura terrible y ciega avanzando hacia la luz desde las tormentosas tinieblas, y es el sufrimiento puro lo que surge y estalla furioso contra la roca salpicando espuma y agua salada que cae por tus mejillas y se pulveriza muy fina para que la aspires con deleite y sientas la vida invadiéndote a raudales, explota esa angustia contra el acantilado y vuelve a reventar una y otra vez, sin descanso, hasta la eternidad, y en medio del estruendo crees escuchar su voz recitando esos poemas adolescentes, ingenuos, obstinados, insólitos, misteriosos, dulces, pasionales, desolados, exultantes, trémulos que tanto te gustaban, que de tanto en tanto le pedías te los leyera el mismo, con esa voz en sordina pero llena de acentos tiernos, tan imposible en ese rostro demasiado anguloso y duro para ser de un poeta. A veces también leías tus cuentos, tus prosas extrañas, herméticas, crípticas casi, que sin embargo siempre tenían para Héctor un significado diáfano, desnudado en unas pocas frases simples y agudas que - aunque nunca te lo dijo ni menos lo pensó, lo sabes- espoleaban duramente lo que tú mismo asumías como subjetivismo, tu maldita mezquindad, tu execrable tendencia a complicarlo todo más de la cuenta poniendo el mundo patas arriba mientras media humanidad se reventaba a diario por continuar una existencia miserable, y tú dale con esas fabulaciones perdidas en el terreno de la imaginación, hundiéndote en el fango del individualismo. Nada de esto te dijo jamás Héctor, pero era lo que tú pensabas, lo que tal vez deseabas escuchar de él, un llamado de conciencia que nunca habría hecho, porque las cosas se hacen por amor y no por mera convicción o por buenas razones, en la vida todo se hace por inmenso amor - te dijo una vez- eso es lo único que interesa, no importa lo que hagas, lo que importa es que lo hagas por amor, porque crees desde el fondo de tu alma que es lo mejor, lo más justo, lo más puro, eso es lo único que engrandece al ser humano. Ahora te escuchas cantando en medio del oleaje y los graznidos, oyes esa canción que ponían despacito en el tornamesa para que nadie escuchara en las noches de toque de queda, la cantas muy fuerte a ver si te escuchan en todo el pueblo, a ver si te escuchan los que acechan en la oscuridad y acaban de una vez con este mal sueño que no quiere terminar, corres por la arena enloquecido mientras cantas con una potencia y una pasión que desconoces en ti mismo, gritas hacia el cielo pidiendo que te devuelvan el país tal cual lo conociste hace apenas unos meses cuando tomabas cerveza con tus amigos en la fuente de soda de la esquina, y hablaban de la última película del festival búlgaro, y de lo que sentiría Gregorio Samsa al despertar transformado en una horrenda cucaracha, y de la chica de ojos azules que conociste en la fiesta del sábado, y de la salida política más probable, y de los cuentos de Skármeta y de Carlos Olivárez, y del último long play del Inti Illimani, y tantas cosas que quisieras olvidar, pero no puedes. Por eso estás aquí, solo, caminando por bosques, cerros y playas interminables, volviendo al origen, buscando algo que crees haber perdido aquí, tratando de recuperar una sustancia misteriosa que te ilumine otra vez por dentro, te haga olvidar esas pesadillas que no sueñas, esas atroces pesadillas que hace unas pocas semanas pasaron a buscar a Héctor a la casa de sus padres que no han podido verlo desde entonces, que lo buscan en comisarías, hospitales, campos de concentración, morgues, cementerios, casas de amigos, que no encuentran rastro alguno, ni encontrarán jamás parece soplarte al oído una voz que prefieres no escuchar tapándote los oídos con las manos, mientras el viento y la arena negra te azotan el rostro cruzado de huellas salobres acariciadas por el aroma del océano que escucha tu canto desde el alcatraz tan arriba, sentado en el viento como un velero majestuoso, el océano que con la voz de las gaviotas quiere decirte que ahora tú ocupas su lugar, que tienes ahora el amor de los dos juntos para seguir viviendo, que como dice el poeta Alvaro Ruiz eres el dueño de todo lo que está ante tus ojos tristes y maravillados: el sol, el mar, el cielo, las nubes, los pájaros, todo.

04 septiembre, 2005

Literatura, amor, erotismo


Relacionar literatura con erotismo me surge como un tema muy natural, porque desde siempre he visto en la primera los indicios del segundo, incluso desde antes de aprender a descifrar los signos escritos del lenguaje, cuando la relación con el libro era un mero hecho táctil, sensual, curioso, excitante, un roce de los dedos contra las tapas finas de los libros empastados que atraían mis dedos infantiles a la zona más prohibida de la biblioteca de mis padres. Una oportunidad de acariciarlos como forma de preparación a torturas inocentes: unas rayas de colores, unos ideogramas que puedo apreciar después de los años sobre aquellas páginas enigmáticas e indescifrables. Sin embargo operaba un magnetismo, una necesidad de contacto con los libros que era el anuncio de una pasión más salvaje y más racional que iba a devorar buena parte de mi infancia y mi adolescencia: la lectura.

Sin asomo de duda, declaro que la lectura fue mi primer amante, o digo mejor los libros, cientos miles de ellos, en un desfile de diversidad insondable, pleno de perversiones e infidelidades atroces. Saltaba de un amor a otro, sin remordimientos, con una ansia creciente, con un fervor inagotable. Quería poseer a cuanto libro se me cruzaba en el camino, me erigí en macho cabrío de la lectura. Mi madre había de ofrecer excusas a los amigos que osaban venir a buscarme para jugar, porque yo prefería quedarme botado en el lecho, enredado en las sábanas y en las piernas del amor de turno, embebido de lujuria, interrumpiendo las sesiones eróticas para la visita al colegio y para comer y beber, tareas imprescindibles que pronto aprendí a hacer mientras leía, mezclando tales goces en un solo acto mixturado, dionisíaco.

El inevitable camino del crecimiento fue poniéndome ante ciertos textos que me ofrecían misterios suculentos que estaban vedados para mis coetáneos, quienes apenas podían enarbolar groserías cuyo significado les era de verdad incomprensible. La coprolalia hacía de lo sublime un acto grosero, casi despreciable, simplificado, aberrante. El significado de lo sexual se transmite en susurros en los recreos, pleno de distorsiones, como una práctica más del rito machista de los colegios de varones, como un código de honor de caballeros brutales que poseen doncellas con arietes indomables para adormecer las avideces femeninas insaciables.
Mas en los libros yo encontré información confidencial que contradecía de manera profunda ese universo simplificado y pedestre del cual tenía que formar parte por conveniencia social. No me excluía de los juicios duros, no me restaba al lenguaje soez, por el contrario, aunque con cierta vergüenza me adherí al ejército escatológico, a la adoración de divinidades obscenas, a los propugnadores del coito bestial. En silencio, dudaba de estas prácticas, en soledad la lectura me redimía de tales pecados. La literatura me ofrecía la redención y me hacía saber de un mundo más complejo, más excitante, donde la piel podía arder al compás de la imaginación en el campo de batalla de Eros y Thanatos.

Por fin llegó a mis manos temblorosas una buena edición – quiero decir una edición no pacata – de Las Mil y una Noches, frente a cuyos encantos caí embelesado, embrujado por la fábula de un mundo donde convivían magos, princesas de formas opulentas, ogros brutales, aves gigantescas y demonios carniceros, héroes indomables y hermosos. Soñé dormido y despierto – perturbado por esta lectura prohibida - con Scherazade narrando la trama interminable a Schahriar, domeñando su sed de sangre, derrotando su convicción sangrienta de desposar cada noche una mujer que no veía la luz del amanecer siguiente, para vengar la afrenta de una infidelidad pasada, pero vigente por el dolor engendrado. Me prosterné tempranamente ante ese libro maravilloso donde la sensualidad emergía a cada paso, en una mezcla extraña de realidad y fantasía, magia y materialidad, lucha por la supervivencia y goce carnal. Me sedujo a morir esa historia con otras historias que a su vez contienen otras, es como la metáfora de la posesión inteligente.

La lucha de Schahriar contra su curiosidad insaciable se opone a la venganza implacable y eterna, y abre espacio a Scherazade a la vida a lo largo de las mil y una noches, como metáfora del amor donde la inteligencia tiene un rol que desmiente el simple culto al sexo físicoculturista. El erotismo es por esencia inteligencia aplicada al cuerpo, y no simple carnalidad desatada; el erotismo sobre todo reside en la imaginación, en la búsqueda de lo nuevo, en la sorpresa más que en el rito. Eso me enseñó ese libro, antes de tiempo en opinión de mis padres que lo requisaron sin explicaciones, obligándome a desarrollar mi primera rebelión y a adoptar mi primer clandestinaje. Mis primeros sueños sexuales fueron con Scherazade, a quien imaginaba como una morena de ojos almendrados, senos despampanantes de aguzados pezones, labios eternamente húmedos, piernas largas y bien formadas, piel suave y tibia, y vulva ansiosa de recibirme a mí y a mis propias historias. Y en mi propia imaginación, potenciada por aquellas lecturas prohibidas, eyaculé mil y una veces adornando mis sábanas de manchas sospechosas y vergonzantes.

Con el tiempo llegaron las otras lecturas obligadas: el Decamerón, los Cuentos de Canterbury, las novelas de Henry Miller, las historias de Bukowski el boca sucia, la fantasía inquietante de Norman Mailer, el frenesí intelectual de la poesía de Gonzalo Rojas, la sensualidad telúrica de Neruda, la lujuria mágica de García Márquez, el desborde de Jorge Amado… Todas ellas lecturas deliciosas, plenas de placer, donde el lenguaje juega un rol descollante como gatillador de la emoción amorosa, detonándola y desatando los engranajes de la imaginación, porque más que descripción pormenorizada lo que puede ser realmente incitante es la sugerencia.
Mi propia experiencia literaria con el erotismo y con el amor se materializan en diversas formas, desde algunos cuentos con momentos intensos donde más que arrastrar al lector por un sendero explícito prefiero optar por empujarlo a un vórtice de seducción imaginaria, hasta la novela que llamé precisamente Todo el amor en sus ojos, reuniendo bajo ese título un significante de amor por los demás, de entrega, al tiempo que de sensualidad un poco a ritmo de locura, que es como de verdad siento que debe ser la vida. Difícil me resulta distinguir entre las distintas formas del amor: la ternura, la solidaridad, el compañerismo, el encuentro de los cuerpos que se desean, todos forman parte de la diversidad que integra al ser humano en su dimensión maravillosa.

El lenguaje literario nos pone en contacto con otras épocas para descubrir que los problemas del ser humano son eternos y permanentes. El amor siempre seguirá siendo un protagonista permanente de la escritura, imperecedero como Penélope que hace y deshace su tejido sin perder la esperanza de reencontrarse con el esperado Ulises, sin desfallecer ante la insistencia ni ante la desesperanza. El amor que es también el erotismo, pero que no se reduce a éste, que asume mil formas que se encarnan en la literatura.
Una obra literaria asume corporeidad cuando un lector abre un libro y se pone en contacto con la sensibilidad del autor y recrea las imágenes y los significantes, los filtra a través de sus propias sensaciones y experiencias, interpreta, imagina y completa a partir de la sugerencia, conducido por las palabras de ese guía invisible y omnipresente que es el escritor. El texto es revivido y convocado cada vez que un lector abre el libro, en el intertanto no existe, es apenas un objeto cuya existencia material no determina nada. La lectura otorga nueva vida, por un instante se produce una suerte de encarnación a través del vínculo autor-lector, un espacio donde ambos crean e imaginan unidos por enlaces tan tenues como firmes, tan sutiles como vigorosos, y generan algo nuevo, único, irrepetible, que además puede establecer hondas raíces en una persona. Así es como uno va recogiendo frases, sensaciones, imágenes de esas historias y esos personajes de ficción que adquieren una realidad incluso más real que aquella en que vivimos.
En la lectura y en la escritura está implícito el amor en el sentido de ser otros, de vivir otras vidas con profundidad, no con la mera mirada superficial. Está implícito el respeto ante los demás, el hecho de maravillarse ante cada existencia particular como resultado de una experiencia original, construida a partir de miles, millones de hechos, sensaciones, momentos. Al leer y al escribir uno invade otros campos, otras personas, tenemos por un instante la capacidad de mirar a otros, incluso hasta la posibilidad de aproximarse tanto que se llegue a sentir ser ellos, es el voyeurismo más pleno en acción, una suma de todas las formas de amor juntas: erotismo, solidaridad, amistad, compañerismo, ternura, caricia, fraternidad, devoción, sensualidad.

Chejov, maravilloso autor de atmósferas subyugantes, expresó que “la literatura era su amante”. Me adhiero a ese concepto, fue mi primera amante y adivino también que será la última. Sin olvidarse que el tramo entre la primera y la última ha de ser alimentado de otras pasiones. Schahriar nos escucha, Scherazade nos narra. Somos el uno o el otro, unidos en el eterno círculo que nos separa de la muerte postergada con cada historia, somos el sueño de alguien que nos relata o somos los constructores del sueño. Termino con el cuento de veinticuatro siglos de Chuang Tzu, que viene a ser la mejor representación de lo dicho: Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu.
 
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