24 diciembre, 2005

De monstruos y bellezas

El monstruo llora frente al espejo de la feria de diversiones porque su imagen se deforma y adquiere una apariencia grotesca. La hermosa muchacha con ojos de océano mira divertida su figura horripilante en el mismo espejo. Ella descubre a su príncipe azul en el espejo. Él cruza una mirada de amor con la maravillosa monstrua. Se enamoran perdidamente, y desde ese instante viven felices, juntos: la bella, el monstruo y el espejo.

* Este cuento pertenece al volumen de microcuentos De monstruos y bellezas, Mosquito Comunicaciones, 2007

11 diciembre, 2005

Elecciones y Literatura: Sugerencias de un Elector-Lector

Dada la proximidad de las elecciones, estimo necesario cumplir con el deber ciudadano de recordar aquellos temas largamente olvidados, que permanecen en la irresolución eterna, reivindicaciones que jamás trasponen el umbral del lenguaje discursivo de los congresistas, causas perdidas, utopías ensoñadas y todas aquellas ideas que podamos rotular bajo el viejo lema de “seamos realistas, pidamos lo imposible”.

Inestimables candidatos y candidatas, futuras autoridades de Chile:

Este es un mensaje dirigido a todos aquellos aspiran a convertirse en nuestros futuros representantes: Presidente, Senadores, Diputados.

Tengan presente que la literatura chilena le ha dado al país más honores que el fútbol, aunque en los noticiarios se le dedique la cuarta parte a este deporte y como norma los libros no se mencionen para nada (exceptuando honrosas excepciones). ¿Habrá algo que hacer al respecto?

Un país tan pequeño con dos campeones mundiales de poesía y muchos otros escritores que pasean nuestra bandera por el mundo debiera preocuparse por este producto de “exportación” no tradicional. Un libro de autor chileno en el extranjero constituye venta de talento químicamente puro, no de materia prima. ¿No formará parte de la segunta fase exportadora? ¿No habrá que fomentar nuestras exportaciones de literatura, y antes de ello, estimular las traducciones?

Continuamente ustedes mismos y otras autoridades se quejan de los magros resultados de la educación: bajos estándares en lectura y escritura. ¿Cuánto conocen los profesores nuestra creación literaria contemporánea? ¿Cuántos escritores –remuneradamente por cierto- visitan escuelas y liceos como parte del programa de formación regular? ¿Dónde se informan y perfeccionan los profesores de castellano acerca de literatura chilena actual?

Tenemos un canal nacional de televisión que no se diferencia en nada de los demás canales comerciales. Donde debiera haber una programación cultural hallamos farándula y necedad. Donde debiera haber debate de ideas, encontramos homogenidad y repetición de lugares comunes que ya constituyen letanía. ¿En qué programa de televisión se habla de literatura chilena? ¿Adónde se invita a escritores para conocer su opinión?

Acaba de cerrar una revista cultural de larga trayectoria, uniéndose a una extensa lista de publicaciones pluralistas consagradas a los temas excluidos de la televisión y los principales medios de comunicación. ¿Dónde queda la libertad de expresión, más allá de las hermosas declaraciones de los candidatos y las autoridades? ¿Hay que conformarse con lo que dejen pasar las dos grandes cadenas de periódicos y la televisión abierta, ligadas por cierto a claros intereses económicos y políticos?

Cuando alguien quiere enviar un libro a regiones o fuera de Chile debe pagar más que si envía una carta en nuestra empresa estatal de correos. No existe un privilegio para las publicaciones como lo hubo en otra época. Si un libro se envía como carta es más barato que si se declara como libro. ¡Un absurdo! Nadie habla de este impuesto adicional a la lectura. ¿Habrá algo que hacer al respecto?

En un país pequeño como el nuestro, el Estado tiene un rol irrenunciable en materia de educación, cultura, libertad de expresión. Un mercado tan pequeño genera enormes dificultades a las pequeñas editoriales autóctonas (que enfrentan enormes gigantes transnacionales), a las revistas alternativas (que compiten con consorcios poderosos y las cuales el estado no subvenciona ni compra publicidad), a las corporaciones culturales como la nuestra (las empresas no “invierten” en literatura), a los propios escritores (los derechos de autor son magros por las bajas tiradas).

Es muy difícil, por no decir imposible, que un escritor que viva en Chile pueda dedicarse a su quehacer creativo con exclusividad. Hay algunas becas, pero son exiguas (una beca de escritor debiera permitir un año de subsistencia, como ocurre en muchos países). Los premios literarios son escasos y no siempre bien dotados (sería hora de que el Premio Nacional fuese anual y diferenciado por géneros). No hay fuentes de trabajo adicionales para los escritores, aunque podrían tener un importante rol de colaboradores y motivadores en materia de fomento de la lectura en el sistema educacional. No hay mecanismos de incentivo a la exportación de literatura.

El espacio destinado a la literatura en los medios y en las noticias es casi cero. ¿Por qué nos asombramos entonces de los enjutos niveles de lectura de la población? ¿Por qué asombrarse de que muchos notables candidatos hablen enhebrando frases hechas y lugares comunes conectados por enervantes muletillas? ¿Es usted uno de ésos? ¿O le interesa realmente el futuro de nuestro lenguaje y la escritura de nuestra historia, que tal vez tengan mayor impacto en el bienestar de los chilenos que los tratados de libre comercio?

La verdad es que me sentiría satisfecho si uno solo de ustedes, liustres candidatos, recogiera el guante y aceptara el desafío. Al menos contaría con el apoyo irrestricto de quienes creemos en la potencia y la importancia de la literatura.

Diego Muñoz Valenzuela

24 noviembre, 2005

La biblioteca

El profesor entró con indisimulado deleite a la nueva biblioteca.

LA BIBLIOTECA CIERRA A LAS 19 HRS.
SE RUEGA ABANDONARLA OPORTUNAMENTE.
SE AGRAD...

Interrumpió su propia lectura para admirar los detalles. Todo alfombrado e impecable. Se acercó a los ficheros y se abocó a revisar algunos en forma sistemática; periódicamente anotaba cifras en los formularios que encontró sobre el mesón de pedidos. Envió los papeles por el montacargas hacia el subterráneo y un par de minutos después cinco libros relucientes retornaron en lugar de aquéllos. Tomó los textos y los transportó a la sala de lectura.

NO FUMAR

Palpó los costados de su chaqueta; de todos modos no importaba, había olvidado comprar cigarrillos.

LA BIBLIOTECA CIERRA A LAS 19 HRS.

El profesor hizo un gesto de desprecio, ‑ los malditos burócratas‑ o algo así murmuró. Se sentó y se dispuso a leer. Eran las 18:29. Hojeó el primer libro, luego el segundo. Sólo para disimular, ninguno de los dos le interesaba en realidad. El tercero tenía tapas verde brillante; las abrió impulsivamente. Saltó el prólogo para leer el capítulo uno.

Había pedido cinco libros para leer uno solo, uno que le costaría el puesto si lo sorprendieran. Nunca más encontraría trabajo. Para un maestro no existían las segundas oportunidades. Le había costado decidirse. Mucho era el riesgo, tal vez mucho más de lo que creía. Pero leía con fruición. Nada lo podía distraer, nada lo podía distraer, nada.

18:40

Terminó con el capítulo I y dobló la página. Antes anotó algo en un cuadernillo. Centró la vista en el libro.

18:47

Miró la hora. Bajó la vista. Allí estaba todo, todo cuanto deseaba saber, todo, todo. Su avidez crecía.

No podía llevarse el libro a la casa. Tenía que verlo ahora, aprovechar al máximo esta oportunidad, quizás no tuviese otra.

18:57
18:58
18:59

El profesor estaba nervioso. Devoraba el libro, nada más parecía interesarle. !Queda tan poco!

18:59:30

Miró el reloj de la sala y cerró el libro. Caminó hacia la salida.

19:00

La compuerta se cerró antes de que el profesor pudiera alcanzar el umbral. Se puso color de harina. La luz se debilitaba en el interior de la sala. Entonces recordó a su sobrino que salió a caminar y pensar y que no volvió nunca, y de su mujer que le ocultaba los anteojos para que no leyera tanto. Ahora estaba todo negro. Alguien le quitó el libro y lo arrastró por un pasillo que hasta hace un rato atrás no existía.

* Este cuento pertenece al volumen LUGARES SECRETOS (Mosquito Comunicaciones, 1994).

11 noviembre, 2005

El valle del Inca

Nadie ha tenido más poder que el sabio Túpac Arachi. Sus dominios sobrepasaban las fronteras del Imperio Inca que nosotros conocemos, atravesaban las más inaccesibles cordilleras, los mares más extensos y remotos. Sus territorios, así como sus conocimientos, trascendían el límite de lo conocido y lo desconocido. En todo lugar eran aceptados sin discusión sus designios y escuchadas con entusiasmo sus palabras.

Túpac Arachi era viejísimo, anterior a su propio imperio, tenía la edad de las piedras y el agua, y ya no quedaba nada o muy poco que lo atara a la remota iniciación de su existencia.

El palacio del Inca, por expresa orden suya, había sido construido muy cerca del Valle Petrificado, que quizás era el último lazo capaz de vincularlo al pasado.

Muy pocos hombres entraron al Valle, no por una prohibición de Túpac Arachi, quien jamás dictó un decreto de esa naturaleza, sino que debido al desmesurado temor, al irracional sobrecogimiento que producía su visión. En el Valle el tiempo se había detenido: todo estático, quieto; ni siquiera el viento o un sonido alteraban esa realidad inmóvil. Los árboles pétreos, de hojas rígidas y calladas; los pájaros detenidos en trino eterno y silencioso, o implicados en un vuelo patético e imposible, flotando como globos fijos, proyectando sombras también fijas. Un jaguar que acecha infinitamente a su presa arrojando espuma por entre sus fauces, y el cervatillo que olfatea el aire presintiendo la proximidad de la fiera, sin poder escapar, con el terror fotografiado en sus ojos abiertos. Un tapir condenado a beber a perpetuidad de un arroyo con aguas mudas que no escurren, que jamás llegan a su garganta para aplacar la urgencia de su sed.

Nada supera la horrorosa certeza de ser lo único vivo entre lo rígido y muerto. Con la excepción de Túpac Arachi, todos los hombres que entraron al Valle Petrificado enloquecieron y murieron esperando un movimiento, aguardando el fin de la escena: ver volar y cantar a los pájaros entre los árboles movidos por el viento, resolver la incógnita del ciervo y el jaguar, aplacar la sed del tapir, terminar ese mundo eternamente inconcluso.

Sólo a Túpac Arachi no le inquietaba la misteriosa realidad del Valle, y acaso era ésta la mayor prueba de su sabiduría, la razón esencial de su poder. Tal vez el Valle solamente le aportaba la tranquilidad y el tiempo requeridos para una reflexión profunda y necesaria.

El anciano Inca jamás hizo uso de la fuerza para mantener bajo su dictamen al Imperio. Su Guardia Guerrera cumplía una función apenas decorativa y no tenía ningún privilegio sobre el resto de la población. Los miembros de la corte y el sacerdocio eran respetados, pero no abusaban de esa prerrogativa; además nada que contribuyera a su envanecimiento y gloria personal era aceptado por el pueblo. Desde la fundación del Imperio nadie había muerto por mandato de Túpac Arachi; las horcas y las hachas se descomponían y oxidaban en las bodegas, los látigos se revenían con la humedad. Odios y frustraciones se disipaban en las noches plácidas y silentes del Valle.

El Inca había explicado una vez que una muerte ordenada por él sería capaz de alterar el equilibrio alcanzado, produciendo una ola sin fin de sangre que ahogaría al Imperio. Manifestó en aquella ocasión que de firmar una orden semejante, firmaría al mismo tiempo, de un modo desconocido, oculto para los hombres, su propia sentencia y la del Imperio.

Túpac Arachi reinó durante siglos en medio de la sana alegría popular, de la sucesión de ricos y variados sembradíos y de cosechas abundantes, y de un sagrado culto y veneración mutuos entre los hombres. Fue así hasta que Paccari‑Tampu, familiar del Inca, urdió una trama siniestra. Comenzó por relatar a algunos cortesanos bien elegidos que había descubierto una conspiración para asesinar al Inca. El rumor se difundió rápidamente por la corte hasta llegar a Túpac Arachi, quien desatendió las advertencias, aunque no pudo disimular su preocupación ante esta insólita manifestación de violencia.

A través del propio Paccari‑Tampu fue informado el Inca de los nombres de los supuestos conspiradores, un grupo de campesinos descontentos, cuyas tierras estaban en los límites del Imperio. Esos territorios habían sido incorporados recientemente al Imperio, por lo tanto no eran gente de fiar todavía. Paccari alentó al anciano Túpac para que los ajusticiara, pero éste se obstinó en dejarlos libres y en no tomar medidas contra ellos, argumentando que, de tomarlas, éstas se volverían en su contra.

Paccari, sin perder las esperanzas, hizo traer a los campesinos acusados, quienes ignoraban la farsa en que estaban envueltos. Cuando los labradores ingresaban al palacio, los saludó primero que nadie y les señaló el camino. Antes se había ocupado de enviar súbditos suyos con ricas túnicas, vinos y armas como obsequio a los campesinos, quienes tomaron los regalos con gran alegría. Corriendo por pasillos paralelos llegó Paccari donde el Inca, gritando que ya venían a asesinarlo, que de nada servían sus argumentos si su muerte era inminente, que era preferible ajusticiar a los sublevados y salvar, junto con su vida, la permanencia del Imperio.

Al sentir la algarabía de los campesinos medio ebrios penetrando en la antesala y ver sus relucientes armas, Túpac Arachi cayó en la maraña de Paccari, ordenando a sus guardias ejecutar en el acto a las infelices víctimas.

Al derramarse las primeras gotas de sangre en aquella tarde lóbrega y terrible, el Valle Petrificado se estremeció, imperceptiblemente primero, luego en forma violenta, atronadora. Los pájaros trinaron con una fuerza inusitada, aquellos que volaban fueron a estrellarse contra los árboles, destrozando sus cuerpos palpitantes, el jaguar atrapó al cervatillo entre sus garras sin alcanzar a devorarlo, el tapir hundió su hocico en el agua aprestándose a beber, pero antes de que cada cosa se consumara, el Valle desapareció entre las montañas que se derrumbaban y fue cubierto por la lava de los volcanes inanimados por milenios. En pocos minutos no quedó prueba de su pasada existencia. Paccari‑Tampu, testigo de la escena, sollozaba en silencio. El objetivo de su acción era entrar al Valle sin temor a enloquecer con las visiones bellas y enigmáticas. Paccari creía ‑fundadamente‑ que la pasividad del Imperio era lo que impedía el movimiento en el Valle, y que por lo tanto, si alteraba la situación éste cobraría nueva vida; así disfrutaría de la belleza y el conocimiento del Inca. Ahora estaba condenado a no conocer el Valle Pétreo, su vileza había sido infértil, inútil; sólo había conseguido su propia desdicha. Aún le restó valor para clavarse una daga en el corazón y cayó a la tierra negra envuelto en sus lágrimas y en su sangre.

Túpac Arachi fue ahorcado meses más tarde durante una feroz revuelta campesina impulsada y dirigida por parientes de las víctimas. El Inca, antes de morir, tuvo la certeza de que sus pensamientos eran exactos: al ordenar la muerte de aquellos infelices labradores con un simple ademán, habíase condenado a sí mismo a una muerte peor que las que había inducido. Por ello, en sus horas finales tuvo el aplomo de no solicitar una clemencia inmerecida, dando así una última prueba de sabiduría y de valor.

* Este cuento integra el volumen LUGARES SECRETOS (Mosquito Comunicaciones, 1994)

01 noviembre, 2005

El sitio

Está el castillo sitiado por un ejército enemigo. Quienes resisten en la fortaleza de piedra padecen de sed, hambre y fatiga. Desesperado por el asedio, el Barón hace llamar al Mago, quien ejecuta un sortilegio de inversión; ahora es el ejército invasor quien resiste dentro del castillo y son las fuerzas del Barón las que hostilizan a los defensores.

El Amo de los enemigos despierta sobresaltado y sorprendido por su propio sueño. Ordena el ataque.

El Barón despierta en su sillón señorial, donde lo había vencido el cansancio; escucha los clarines del combate y corre para organizar la defensa.

Bulle entonces la carcajada del Mago por almenas, fosos y puentes levadizos, por el llano. Lanza sus sortilegios maravillosos. Ríe.

El Barón nada oye y carga furiosamente con sus hombres hacia los torreones.

El Barón no escucha sino los gritos de sus enemigos y desenvaina la espada para la que será,acaso, su última batalla.

* Este microcuento integra el volumen Angeles y verdugos, (Mosquito, 2002)

23 octubre, 2005

El paseo matinal


Pasaba por ahí todas las mañanas, con las manos nerviosas ocultas en los bolsillos de su abrigo ya tan raído. La observaba en silencio, hasta olvidaba el hambre por momentos mientras le enviaba imágenes alegres, celos, sufrimientos. Concentrábase en ese aire altanero, en esa distancia suya, en sus ojos perdidos a lo lejos. Nunca pudo desalentarlo su indiferencia, tampoco esa distinción tan lejana a su propia miseria.

En ocasiones ella sentía la calidez de su mirada; quizás hasta alguna vez quiso responderle, sonreírle a él en especial o derramar alguna lágrima. Pero hay tantas, tantas cosas prohibidas para un maniquí encerrado en su vitrina. Aún así, él sobrevivió todo ese tiempo gracias a ella.

* Ilustración de http://kusari-blah.deviantart.com

14 octubre, 2005

El hombre de las gafas enormes

La primera vez que vi en persona a Salvador Allende fue en un mitin para las elecciones presidenciales de 1964, como candidato del FRAP (Frente de Acción Popular). Yo estaba feliz, instalado sobre los hombros de mi padre, observando a ese señor de lentes con marcos tan gruesos hablando desde una improvisada tribuna en los alrededores del Parque Forestal. Su discurso estaba lleno de pasión y aunque miraba de vez en cuando unas cuartillas invisibles para nosotros, parecía que las palabras brotaban de su corazón, y no desde una reflexión prefabricada. Yo era un niño, incapaz de vislumbrar el significado completo de su discurso, pero sí pude advertir la contagiosa emoción que emanaba ese hombre entrañable. Describía un mundo nuevo, esbozado en sus sueños, mientras flameaban estandartes azules desde donde sonreía un sol pleno de ilusión.

Como yo era un niño, no sospechaba la importancia que el hombre de profusos anteojos iba a tener en mi vida, y en la de millones de chilenos en los años venideros. Menos todavía podía adivinar los sentimientos que ahora me embargan ante la sola mención de su nombre, emociones que van intensificándose con el transcurso del tiempo. ¡Cuántas veces evité pensar en su apellido, aunque lo hubiese gritado mil veces, transmutado en consigna poderosa, aunque lo hubiese pintado en los muros de la ciudad, trasminado de lágrimas y risas! Para evitar el dolor, para enterrar ciertos sufrimientos, para vadear un terreno cenagoso, donde aguardan ciertas reflexiones con sabores amargos. Una sensación difusa, extraña, inasible; un sabor a hiel que visita la garganta. De alguna forma comprendo hoy, ahora que escribo estas líneas, que he tratado de exorcizar su nombre, aunque parezca lo contrario. Y no ha sido por cobardía, ni por vergüenza, ni por neutralidad, ni oportunismo, ni conveniencia, sino porque intuyo que entraña una reflexión pendiente para mí, para todos nosotros. No estuvimos a la altura, no estamos ahora, mucho menos...

No se confunda usted que me lee. No vaya a creer que le he arrancado el traste a la jeringa. O sea, conscientemente no. Y sin embargo, lo he hecho. Tampoco voy a avanzar demasiado en esta oportunidad, eso es lo peor. Es apenas el comienzo de una deliberación conmigo mismo. Y con ustedes. Intentaré explicarme nuevamente.

Creo que no comprendimos, no entendimos sus sueños. Ninguno de nosotros. Todavía no lo hacemos. Quizás entendimos otra cosa, algo que se asemejaba al mundo que narraba en sus palabras, pero que no era. Lo aplaudíamos y las palmas celebraban otra idea distinta, una que estaba al otro lado, más allá de, inalcanzable. La formidable distancia que a veces se da entre la racionalidad y las emociones. Tan lejos, tan cerca, Salvador Allende.

En la campaña presidencial de 1970 escribí decenas de veces su apellido en las calles de Santiago, vestido con un mameluco impregnado de pintura de todos los colores del arco iris. Escribía Allende, pero en verdad pensaba en solidaridad, en amor, en libertad, en esperanzas, en justicia; poco en mí, mucho en los demás. Yo trazaba enormes letras en el estilo del pop-ar,t y mis camaradas, delirantes chascones adolescentes, las iban rellenando con las brochas que sumergían en los tarros de pintura amarilla, verde, roja. Nuestra alma se quedaba allí, adherida a las paredes de Santiago. Pintábamos sueños, no consignas.

Cuando vivimos el interminable invierno que se extendió por diecisiete eternos años, no vaya a pensar usted que no hice nada, que me quedé con las manos en los bolsillos, esperando un milagro. Que renegué del hombre de las gafas enormes. No, no viene de allí mi amargura, no se equivoque. Es otra cosa, es algo infinitamente más complejo que cualquier escritura, que cualquier pieza de música que pudiera ejecutarse. No voy a poder decírselo, ¿me entiende? En medio de esa noche terrible escribí su apellido y agregué a su lado la palabra VIVE. No estuve solo, había muchos otros al mismo lado. También escritores y artistas. No fui un héroe, para nada, estaba muerto de miedo, con frecuencia a punto de cagarme en los pantalones. A veces pintábamos durante el toque de queda. En la noche silenciosa, interrumpida apenas por el paso ocasional de las patrullas militares, nos parecía que el sonido de las brochas superaba el despliegue atronador de las orugas de un tanque. ALLENDE VIVE, escrito en letras temblorosas, espectrales, manchadas de miedo.

El día que Salvador Allende ganó las elecciones, el 4 de septiembre de 1970, la increíble noticia recorrió el país de punta a punta. El sueño hecho realidad, al cuarto intento, contra todas las probabilidades, las estadísticas y las encuestas; contra los poderes omnímodos, los internos y los foráneos. Derribado por una gripe brutal, estuve condenado a escuchar las noticias en la vieja radio a tubos que reposaba sobre el velador de mi padre. El corazón iba dándonos vuelcos con cada cómputo. Ocurría lo imposible. Aquello que demandaban los estudiantes en el París de Mayo de 1968, estaba convirtiéndose en palpable materialidad: seamos realistas, exijamos lo imposible. Lloré de alegría junto a esa bendita radio que me traía las noticias de mis compañeros felices, diseminados por el país, por el mundo. Con cierta sensación culposa, alentados por mi pujanza, mis padres salieron a celebrar, y aunque estuve solo esa noche, mientras los demás celebraban en las calles, jamás –en el resto de mi vida- he vuelto a sentirme tan acompañado.
Después tantas cosas, tantas. Lo que algunos llaman el devenir de la historia (¡qué simple suena dicho así!). Vi muchas veces al Compañero Presidente, como lo llamábamos con auténtico cariño. En marchas, aniversarios, salones, en la televisión, con una sensación cada vez más rica en emociones. A poco andar del gobierno de la Unidad Popular, la marcha de los acontecimientos comenzó a parecerme insoportablemente morosa. Todo esfuerzo me parecía insuficiente, precario, tímido. Aunque también percibía los peligros de la desunión y los esfuerzos siniestros de la derecha fascista y los oficiales del imperio.

El cielo fue adquiriendo tonos grisáceos y la atmósfera se cargó de electricidad hasta un extremo insoportable. Recuerdo el 10 de setiembre de 1973 como un día triste, gris, tenso, pesado; el ambiente anunciaba hechos terribles. Al día siguiente, muy temprano, partí caminando desde mi casa al colegio; una distancia de por lo menos cincuenta cuadras. No había microbuses, esa era la razón de la caminata; las continuas huelgas de transportistas procuraban paralizar la actividad productiva, las clases, todo. Por eso los estudiantes que apoyábamos al gobierno de la Unidad Popular nos levantábamos de madrugada para asistir a clases; lo sentíamos nuestro deber patriótico. Nuestro profesor de matemáticas hizo lo propio ese día; antes de la hora oficial estábamos iniciando su clase con la mitad de los alumnos. Antes de las nueve de la mañana ingresó intempestivamente a la sala uno de nuestros compañeros de curso anunciando, exaltado y feliz, el golpe militar en curso. Nos miramos espantados, atónitos, aunque el suceso era más que previsible a esas alturas. Los aviones de la Fuerza Aérea comenzaban a sobrevolar la Moneda a escasos doscientos metros del colegio (era el Instituto Nacional).

Bajamos al subterráneo para organizar la resistencia. Éramos un puñado de adolescentes dispuestos a defender al gobierno del Presidente Allende hasta la última gota de sangre. Allí esperamos una hora que llegaran unas armas que jamás arribaron. El ruido de los Hawker Hunter era atronador, terrorífico. Un profesor vino a decirnos que nos fuéramos para la casa. “Nunca van a llegar esas armas, muchachos, váyanse antes que los masacren”. Nos fuimos, con los ojos rojos, llenos de lágrimas y de rabia. El bombardeo estaba próximo a iniciarse y se escuchaban ráfagas de ametralladoras por doquiera y el espantoso trepidar de los helicópteros que llevo grabado en la médula de los huesos. Milagrosamente tomé una micro aparecida como por arte de magia, tal vez la última, en silencio. Nadie hablaba. Imperaba un silencio sordo y terrible que me apretaba el estómago con su peso infinito. Todo el camino de regreso experimenté una amargura tremenda. Una vez en casa, alcancé a escuchar su discurso, antes de que los aviones derribaran la antena de la Radio Magallanes, último bastión de la libertad de prensa.

He escuchado a muchas personas referirse en términos condenatorios al suicidio de Allende: que habría podido organizarse un gobierno en el exilio, menos represión, dictadura más corta, en fin, críticas miopes e injustas. Su suicidio fue el último acto de lucidez histórica, de entrega, de sacrificio por los demás. No tuvo sentido para él vivir la derrota de su proyecto político, porque no estaba derrotado, sólo interrumpido. La vía democrática al socialismo es posible, nos quiso transmitir; ahora es imposible, pero otras personas lo lograrán en el futuro.

Éramos demasiado débiles, crueles, mezquinos, desunidos, flojos, ingenuos, siniestros, serviles, egoístas, estúpidos para que fuera posible aquel sueño. Podemos aplicar esta misma frase en presente: somos... Eso es lo que me dolió ese día, lo que me sigue doliendo, cuando recuerdo el rostro del hombre con las gafas grandes, el hombre que tantos años encarnó las esperanzas más altas del ser humano. Y que lo sigue haciendo, más allá de la muerte, con esa voz tan querida que me susurra sueños por dentro.

12 octubre, 2005

NO TE LO PIERDAS. Reproduzco este interesante artículo del periodista chileno Paul Walder acerca del farandulero medio LUN, donde el autor reflexiona con especial lucidez acerca de la estrategia del consorcio periodístico. Fue publicado originalmente en PUNTO FINAL y lo encontré en el periódico electrónico www.elclarin.cl


LUNáticos (a propósito de una carta)



escrito por Paul Walder*
miércoles, 21 de septiembre de 2005

Hacia las postrimerías del siglo XIX la familia Edwards ya escribía con sangre y fuego la historia chilena. Cuenta Jorge Edwards en El inútil de la familia que hacia 1891 la rama poderosa de la familia “estaba en la primera línea de la conspiración (de la guerra civil), y el resto de la parentela la seguía en forma incondicional”.

El relato rescatado por el novelista nos dice que el banco familiar “había contribuido poderosamente a financiar las compras de armamentos del bando revolucionario”, información que daba vueltas al mundo por aquellos años: el novelista Joseph Conrad relató a “una familia poderosa, de origen inglés instalada en Valparaíso, que financia una guerra civil a fin de apoderarse de la riqueza del salitre”. Tal vez, dice Jorge Edwards, encontremos aquí cierta exageración propia de un novelista, pero algo había vislumbrado Conrad, lo mismo que durante su infancia su tío Joaquín Edwards, el inútil de la familia.

No alcanza a pasar un siglo cuando esta familia vuelve a conspirar, hechos que ya no requieren rescatarse desde los oscuros recuerdos de un niño ni de la novela histórica. Los Edwards, esta vez desde su tribuna medial, se colocan en la primera línea de una campaña del terror, instigan a las fuerzas armadas a defender los privilegios de la oligarquía y desenlazan uno de los capítulos más bestiales de la historia. Tras el retorno a la democracia, El Mercurio se instala como un centinela que advierte a los actuales gobernantes -tal vez no con los sables, pero sí con el capital- las penas que caerán si vuelven a tocar la privada propiedad.

No ha sido suficiente para la familia tener la vigilante mirada de El Mercurio bien emplazada y a sus vigilados bien cohibidos. Un nuevo proyecto, amparado bajo la concepción de la libertad de expresión, apunta a crear una eficiente maquinaria que mantenga bajo control a la sociedad civil. Tras el fin de la censura y de las verdades impuestas por decretos, el consorcio Edwards ha puesto en marcha una estrategia medial que, muy adaptada -y también enmascarada- al terreno del (falaz) libre mercado de las ideas, busca los mismos fines que la oficina de comunicaciones de la dictadura: el desmantelamiento de las voluntades, de la capacidad de reflexión, el desarme intelectual y estructural de la sociedad civil.

El reciclaje de Las Ultimas Noticias, de ahora en adelante LUN, que ha pasado de ser un diario tradicional de información general con ciertos tintes culturales –en sus páginas escribieron reconocidas plumas- a un órgano difusor de la industria de la conciencia y los deseos, trasparenta el pragmatismo ideológico de nuestras oligarquías en el sentido que todo vale en la defensa de sus negocios, lo mismo el tráfico de armas, los golpes en el pecho o la mentira. De la insufrible liviandad de la farándula puede, si se diera el caso, echar mano nuevamente a su know-how golpista o incorporar al mercado un producto pornográfico. Si de negocios se trata, éste vende más y mejor que las estampitas de santos.

Con LUN el consorcio completa un nuevo pool de medios que funciona como gran industria del control y los deseos. Desde El Mercurio vigila la institucionalidad política y económica, las beatas de La Segunda hacen lo suyo con el imaginario cultural burgués y desde LUN se promueve la fragmentación social y la estolidez individual como valores de la libertad de acción y pensamiento. Una batería de productos culturales elaborados como eficiente barrera a la libre circulación de ideas y, a fin de cuentas, como una perfecta máquina reaccionaria para la contención.

El proyecto de LUN busca generar una sociedad de espectadores doblemente pasivos. Se trata de instalar una apatía que asimila la realidad como un espectáculo, el que no solo se apoya en el producto televisivo –que es el gran contenido del diario- sino que también en los eventos informativos, que dramatiza y personaliza en una estructura propia de la televisión, la que se eleva como lectura a todos los eventos, sean sociales, económicos, deportivos y, claro está, también políticos. Es una doble pasividad porque las informaciones de LUN cuyas fuentes no son la TV han pasado previamente por el tamiz de la pantalla. LUN interpreta la pseudo realidad de la TV; le entrega una versión políticamente filtrada e inocua a su público, que es el espectador, de bata y pantuflas, que cada noche sumerge sus frustraciones y se masturba con sus deseos ante la pantalla. El mérito de LUN es masajear y ayudar a olvidar la vacuidad personal.
LUN, aun cuando parece ser un inocente medio alimentado por la TV, cuyos contenidos amplifica, tiene una evidente línea editorial, que consiste, precisamente, en trasladar a la categoría de evento nacional situaciones menores y, en muchos casos, socialmente irrelevantes. Un ejercicio periodístico que al encubrir el conflicto social e interpretarlo como mal individual, afianza la inmovilidad y el conformismo, que es también marginación y frustración. LUN no ve causas sociales, sólo atiende a los efectos, los que son siempre individuales. Interpreta un mundo en el que la pobreza, la exclusión, la discriminación, son fenómenos que competen, exclusivamente, a los individuos. Según los criterios de LUN, la discriminación por ser pobre, negro o mapuche no son fenómenos sociales, sino simple mala suerte. No contar con salud o protección previsional no apunta a un sistema político, sino al destino individual.

Este diario no es un periódico de farándula; es un medio de información general camuflado, sí, bajo la apariencia de farándula. Y aquí radica su mayor peligro para la sociedad, que consume un producto que falsea la realidad. Bajo su apariencia inocua lo que hace es crear desquiciadas versiones informativas que al colarse como farándula ocultan lo que es: una gran mentira que tiene como objetivo adormecer y conformar. ¿A quienes? A los que no leen ni El Mercurio ni La Segunda, que son los potencialmente más peligrosos.

Los ideólogos de LUN son también maestros en la confusión. Mantienen, como en la tradicional y vieja Las Ultimas Noticias, a conspicuos columnistas, que bien pauteados y no pocas veces censurados –me consta- intentan crear un medio aparentemente abierto y pluralista. Pero es un ejercicio marginal, a pie de página, a contrapelo del público ganado (como verbo y sustantivo). Como si los pechos de silicona de sus modelos les certificaran de liberales. Son la reacción disfrazada de liviandad y libertad.

*Periodista chileno
Columna publicada en la Revista Punto Final

09 octubre, 2005

Escribir un cuento

El mecanismo de la escritura de un cuento me sigue pareciendo enigmático, y creo que entenderlo del todo –más que ser imposible – resultaría poco beneficioso, al menos para mi propia producción, dentro de los cánones estéticos que la guían. Esto básicamente porque creo – citando a Poli Délano – que uno cuenta una historia para decir otra cosa. Hay para mí una necesidad de subterráneos en la literatura; me parece imprescindible que existan capas sedimentarias en la lectura, así como en la geología, distintos lechos que hablan de distintas cosas, a propósito de una misma historia. La entretención tal vez resida en esa primera capa de significado, la más visible y evidente.

El cuento me ha venido de distintas maneras, siempre oscuras y misteriosas, sin develar hasta última hora y quizás nunca sus verdaderas intenciones. Otras voces, otras historias, otros temas anidan bajo la superficie, se deslizan entre medio de las palabras, se insertan en medio de la acción aparentemente regulada por el ritmo de una historia más o menos lineal. Como si uno fuese mediador de un mundo más complejo que el nuestro, para cuya descripción el lenguaje no es suficiente como medio de soporte, sino que debe ser el resorte de una sugerencia, una evocación oblicua de algo que queda a medio expresar y a medio comprender en nuestras conciencias.

A veces el cuento viene como una criatura completa, una sensación de entidad terminada, de un ser que debe ser vaciado al papel a la brevedad, con urgencia, de una sola vez, tal cual si fuera un alumbramiento. En estos casos el periodo de gravidez es muy variable, puede ir desde unas semanas hasta unos meses, incluso años. Incluso a veces este periodo parece no existir, pero sospecho que es porque ha ocurrido un proceso subconsciente, oculto tras las sólidas murallas de nuestra identidad profunda, que apenas se atreve a revelarnos sus auténticas aflicciones y motivaciones. La etapa de gravidez se compone en general de mínimos episodios conscientes donde van agregándose detalles a la trama, a los personajes, o definiéndose escenas o formas de expresión, sentimientos o sensaciones. Pero hay un trabajo oculto, submarino, incomprensible, que antecede esos episodios. Creo que hay un proceso de escritura que es previo a la escritura misma, al menos en estos casos.

Sin embargo, para la mí la duda surge cuando el cuento es el resultado de una improvisación, al menos de la apariencia de una improvisación, desde mi punto de vista. El cuento viene como dictado desde la nada, de una idea que aparece producto de la obligación, del enfrentamiento a la página (más bien a la pantalla) en blanco. Viene a ser como el resultado de la disciplina del escritor, de la cotidiana batalla con el oficio, sin duda un resultado que es expresión de una larga disciplina anterior: lectura, escritura, análisis, revisión, destrucción, reescritura, búsqueda, exasperación, fracaso, depresión, reflexión, renacimiento, éxtasis, redención.

Siempre viene a ser resultado de lo anterior, de la vida previa de uno, de los otros, de los que nos han precedido en el oficio. Viene a ser el resultado de ese escritor-duende que nos habita, y nos dicta aquellos sucesos que son la materia prima de los cuentos, sin que podamos comprender a cabalidad el significado de los textos que susurra al oído de nuestra conciencia. Pero a pesar de esta precariedad somos capaces de escuchar lo suficiente como para trasladar a un texto tales susurros en forma de cuento.

La morfología del cuento viene a ser otro enigma de diferente naturaleza. En el pasado he leído miríadas de textos que la tratan de develar con éxito relativo. He asistido a discusiones escritas y habladas relativas a mis propios cuentos, donde su identidad se ha visto disecada y mutilada a niveles intolerables para un creador. Mal que hablamos de una entidad muy parecida a un hijo, es doloroso ver al vástago extendido en la mesa de los científicos insensibles, provistos de bisturís teóricos implacables. ¿Será o no será un cuento? se cuestionan los sabios, fijándose más en el fin que en los medios, sin percibir que están frente a una criatura completa, integral, inclasificable. ¿Qué hace que un cuento lo sea efectivamente? Algo puede decirse sobre la extensión, la forma, la trama, pero siempre algo escapa a la definición, cada nuevo espécimen confirma o conforma una teoría y derriba otro centenar.

Con estos hijos que llamamos cuentos, también vivimos una vida conflictiva. Ciertos cuentos desarrollan con el tiempo una vida propia y tienen destinos diferentes, incluso opuestos. Unos nacen vigorosos y adquieren independencia con rapidez, otros demoran más en crecer. Algunos tienen largas etapas de silencio, donde pasan inadvertidos, hasta que algo los hace dar un salto. Otros tienen una existencia moderada y muchos parecen destinados a un anonimato que puede considerarse inclusive cruel. No siempre los predilectos alcanzan mayor éxito. Pero favoritos o no, ciertos cuentos generan un celo en el autor, ocupan mucho espacio, son citados, antologados, referidos, vueltos a publicar. Es más, uno se convierte en el autor del cuento X, y deja de ser uno mismo, lo que para el alma controvertida del escritor puede ser doloroso, aunque contenga placer. ¿Es ese cuento más importante que su autor? Definitivamente he concluido que sí, que esos hijos nuestros son más importantes y que hay que dejarlos vivir sus propias vidas en libertad. El escritor debe vivir en el silencio, en la observación, lejos de los protagonismos perversos (el éxito en su definición neoliberal). ¿Son algunos de estos cuentos superiores a otros? No lo sé, son mis hijos, mi vida se va en producirlos, en darlos a la luz, no en clasificarlos. La medida del éxito – bien lo sabemos – es subjetiva y errónea. Soy apenas un traductor de estos designios enigmáticos, de los susurros de otros seres que me habitan, que también son yo, mi trabajo es escucharlos y ser su voz. ¿Será necesario explicarlos, buscarles sentido? Tanto como a la vida, podría ser una respuesta.

30 septiembre, 2005

PROPOSICIONES PARA UNA TAXONOMIA DEL ESCRITOR

Hay quien recomienda - lamentablemente con bastante razón - leer a los escritores y no conocerlos en persona. La verdad es que muchas veces resulta decepcionante el encuentro en vivo, producido al margen de los textos, sobre todo en esta nueva era donde dominan la fanfarria y el mercado. Pero al conocerlos surge, con el transcurso del tiempo, la tentación de taxonomizarlos, agruparlos en categorías bien definidas de personajes que pueden ser reconocidos con cierta facilidad si disponemos del modelo adecuado. Eso es lo que trato de esbozar en lo que sigue, a modo de contribución al develamiento de nuestra criticable especie.

La primera clase que me viene a la cabeza es la de los Excritores, aquellos que alguna vez escribieron un libro (en general, de escasa trascendencia e ínfimo valor) y viven de la gloria remota y las más de las veces presunta, asistiendo profusamente a conferencias, recitales y seminarios, siempre atentos a pontificar sobre cualquier tema y a criticar con dureza, sobre todo a los colegas más productivos. Los excritores tienen una elevada tendencia a afiliarse a entidades que remarquen de manera visible su condición de escritor, y persiguen con denuedo y ansiedad investirse de cargos que pongan de relieve sus méritos.

En el otro extremo encontramos a los Excretores, que se dan maña para publicar con altísima frecuencia, muchas veces abarcando varios géneros (ojalá todos), sin poner cuidado en la calidad de la materia escrita que lanzan al medio ambiente sin la más mínima consideración por la polución intelectual que provocan; toman por asalto los salones literarios y disputan el protagonismo con los Excritores. En un mismo año pueden publicar varios libros: poesía, teatro, novela, ensayo, cuento, causando la envidia de los excritores, aunque éstos declaren que su aporte ya asume proporciones satisfactorias.

La farándula del mercado ha traído consigo a la nueva especie predadora de los Exitores, ávidos lectores de la lista de libros más vendidos, ilustres defensores de la irrupción del libre mercado en los gustos literarios de las masas, e iluminadores de los encuentros más selectos y exclusivos, donde pueda escucharse -parafraseando a Lennon- el sonido cantarino de las pulseras de oro y diamantes; muy sensibles a la depresión que produce el olvido cíclico de sus "clientes", siempre atentos a buscar nuevas marcas bien guiados por las inclementes artes del marketing.

Por otro lado, los Inclitores son las "vacas sagradas", tocados para envidia de sus congéneres por la varita mágica de los premios relevantes, que viven esta condición con diferentes grados de dignidad. Por cierto que no faltan los que sufren el tormento de la tentación de sobrepasar vallas mayores. El Premio Nacional, magramente otorgado cada dos años (dicho sea de paso, por una ley mezquina que no reconoce una de nuestras escasas competencias a nivel internacional, y que demora demasiado en cambiar por la inacción propia de nuestro estado en materia de cultura), causa variadas obsesiones y enfermedades entre los inclitores, debido a sus veleidades extremas: demora demasiado en llegar, o bien no llega jamás. Afortunadamente hay otros que escriben, hablan con cautela, reciben los homenajes con humildad y siguen siendo los que siempre fueron.

Los Escrutores resultan especialmente temibles en las escasas reuniones dedicadas a analizar nuestra literatura. Todo lo saben, tienen una opinión sobre cada piedra que pueda levantarse, hablan como si sus frases estuvieran siendo simultáneamente grabadas en bronce, convencidos de que su paso por el mundo dejará más huella que el cometa Halley. Suele existir una ruda y amplia brecha entre sus palabras y su obra creativa.

Los Inscritores son los que se afilian a cuanta sociedad, asociación, ateneo o taller encuentren a su alcance, buscando acumular credenciales, diplomas y actividades curriculables que puedan sustituir de manera eficiente el lento reconocimiento a una obra sólida que se da en nuestro modo de existencia. Compiten con los escritores por la dirección de las organizaciones.

Los Escriptores generan textos tan complejos que nadie pueda atreverse a criticarlos; así logran un temprano reconocimiento; nadie osa atacarlos por temor a quedar como ignorantes o como imbéciles, nadie desea ganar su ira porque suelen estar bien conectados. Lo críptico es seguro, quizás se venda poco, pero se asegura la participación en congresos internacionales y el espacio en revistas de elite.

De moda están también los Escrotores o Esclitoris que han sabido identificar los beneficios de la literatura erótica, confundiendo lo subido de tono o la descripción brutal con sensualidad, que depende mucho más de la atmósfera de voluptuosidad que debiera afirmarse en la sugerencia del lenguaje.

Suficiente por ahora, espero contribuciones de los que puedan concordar con esta taxonomía preliminar. También espero comentarios y ataques de quienes piensen que el sayo no les gusta, pero que les viene.

23 septiembre, 2005

Auschwitz


El anciano comenzó a descender calmoso la escalera que conducía a la estación del tren subterráneo. No tenía ninguna prisa, nadie lo esperaba. El matrimonio sin descendencia se había esfumado por completo con la muerte de su esposa algunos años atrás. Este recuerdo ya no lo entristecía; nada lograba sacarlo de su mutismo. Una vez al mes se animaba, más por obligación que por entusiasmo, a cobrar el cheque de la jubilación que le permitía prolongar su vida reposada. No pasaba estrecheces económicas, al menos. Era, tal vez, un monótono privilegiado.

Estaba pasado el mediodía y un calorcillo punzante se agitaba gozoso en la atmósfera pregonando el verano inminente. El anciano, sin embargo, portaba un grueso abrigo invernal; a su edad este cambio de clima era todavía una sutileza incapaz de modificar su indumentaria.

Terminó el descenso y se dirigió a la boletería que era atendida por una mujer rubia, madura y de expresión muy rígida. Demoró mucho en reunir las monedas para cancelar el boleto y la cajera lo observaba impaciente. Por fin juntó el dinero y recibió el boleto azul a cambio. Sintió, al alejarse, la mirada fría de la mujer en su espalda, pero no se atrevió a voltear el rostro.

Una vez en el andén sintió fatiga, era larga la caminata, y se acomodó en una silla acrílica desde donde pudo dominar toda la estación. Enfrente suyo había un grupo de muchachas que no hacían más que reír y hacerse cosquillas unas a otras. Cerca de él, de pie, un individuo alto, corpulento, con un bigote muy bien cuidado, contemplaba a las jóvenes sin perder detalle de sus movimientos; a veces sus faldas descubrían sus muslos suaves y torneados; otras, sus senos de turgentes pezones se veían por entre los escotes audaces. Este hombre ‑pensó‑ tendrá unos cuarenta años. Al otro lado de la vía, era curioso, no había nadie. El anciano abandonó sus observaciones al percibir un estremecimiento en el piso. No, no era un temblor, ya lo sabía, era el ferrocarril que se aproximaba. Se incorporó al tiempo que hacía su entrada el Metro. Las puertas de los vagones relucientes se abrieron y los nuevos pasajeros ingresaron. Las muchachas y el cuarentón subieron delante del viejo. El vagón estaba casi desocupado y no tuvo problema para encontrar asiento. El cuarentón se ubicó frente a las muchachas; era evidente su excitación. Una mujer gorda llena de paquetes se quejaba del calor y de la carestía mientras devoraba un chocolate enorme. Más al fondo un quinceañero se ruborizaba con las miradas provocativas y las carcajadas eróticas que le dirigían las jovencitas. El cuarentón se retorcía, envidiando al mocoso.

Las estaciones empezaron a sucederse vertiginosamente. Una de las muchachas se acercó al joven solo con el pretexto de pedirle fósforos. El anciano pensó en reclamar si es que fumaban, mal que mal estaba estrictamente prohibido, pero su inercia lo hizo desistir. El muchacho tenía fósforos y prendieron los cigarrillos. La señora gorda masculló algo que no se entendió a causa del chocolate que hinchaba sus mejillas. Los muchachos conversaron, luego empezaron a juguetear tocándose los cuerpos uno al otro. Las muchachas se erotizaban y miraban al cuarentón. Acrecentaron sus juegos nerviosos. Al fondo, la pareja se besaba tendida en un asiento. La mujer arrojó una mirada horrible al anciano, como insinuándose. Las muchachas rodeaban al cuarentón complacido. El anciano sentía náuseas por los guiños de la gorda. Los muchachos se desnudaban. De pronto el anciano pensó que todo era tan extraño. Una voz ordenó bajarse a todos los pasajeros a través de los parlantes. El tren se detuvo, pero las puertas se mantuvieron cerradas. Afuera había una espesa neblina. Transcurrieron algunos segundos. Estaban todos de pie, menos el anciano. Estaban frente a las puertas que no se abrían.

Cuando empezó a salir el gas por los conductos hábilmente disimulados, todos gritaban y golpeaban las puertas de vidrio y trataban de separar las gomas que las hermetizaban. Desde afuera era posible ver como la gorda vomitaba el chocolate sin dejar de chillar y estrellarse contra los vidrios. Los puños del cuarentón estaban destrozados y la sangre corría por los vidrios. Las muchachas aullaban histéricas junto al quinceañero. Sólo el anciano se mantenía en el asiento aspirando en grandes bocanadas el gas que le robaba la vida.

11 septiembre, 2005

Resabios dictatoriales y vigencia del autoritarismo

Resulta difícil, para quien escribe estas líneas, reflexionar en abstracto sobre las dictaduras, habiendo vivido inmerso en una de ellas por diecisiete años: la duración de la tiranía de Pinochet en Chile. Tal parece que ese periodo nefando ejerce todavía, más allá de su término hace trece años (vamos en el tercer gobierno democrático y aún no transcurre el mismo lapso que la dictadura) una influencia considerable. Y así es, pues nuestra democracia adolece de graves defectos heredados del pinochetismo, serias ataduras que impiden –a modo de ejemplo- una real representatividad entre los congresales.

Quienes teníamos diecisiete años en 1973, nos aprestábamos a ejercer, por vez primera –junto con adquirir la anhelada mayoría de edad- el derecho a voto, tuvimos que enfrentar una realidad muy diferente a la de nuestros sueños. Los siguientes diecisiete años fueron una sucesión de horrores, censura, persecución, cárceles y muerte. Conocimos la universidad intervenida y amordazada; la prensa controlada férreamente, igual que todos los medios de comunicación. Finalmente, después de una larga lucha, votamos a una edad absurda, ¡y con severas restricciones, algunas de las cuales se mantienen a la fecha!

Sin abundar en el trágico significado de la dictadura militar en Chile, sólo quiero recalcar que mi reflexión parte inevitablemente de esa realidad ominosa, todavía presente -por desgracia- a través de los resabios y efectos del fascismo criollo. Resulta tarea difícil, acaso no imposible, abstraerse de esa experiencia para entrar en este análisis. Sin embargo, recuerdo los debates previos al golpe del 73, antes del quebrantamiento de la democracia. Se discutía mucho acerca de la posibilidad de construir el socialismo sin que esto significara reducir las libertades públicas o construir un poder omnímodo y centralizado. Pocos, muy pocos defendían un modelo de socialismo autoritario; a la mayoría la dictadura del proletariado nos parecía un concepto execrable, casi tan repulsivo como la peor agresión del imperialismo.

Se trataba de construir una sociedad más justa por un camino nuevo, libertario, autónomo; y aparte de constatar aquí la justicia de esta aspiración, es necesario también relevar su alto grado de candidez e ingenuidad: ¿Iban los dueños locales del poder y los foráneos administradores del imperio a permitir este experimento? Amenazados los intereses de las grandes empresas, se puso en movimiento una maquinaria que no sólo no trepidó en dar por tierra con una de las democracias más sólidas de América Latina, sino que lo efectuó mediante un ejercicio cruento del poder, a costa de miles de desaparecidos, ejecutados, torturados, perseguidos y exiliados. Esta fue la realidad dominante en todo el continente desde fines de los años sesenta hasta fines de los ochenta; o sea tres décadas de opresión sistemática.

La pregunta que podemos hacernos a estas alturas –en el escenario del imperio una democracia restringida incluso en lo constitucional- hasta qué punto es posible construir una mejor sociedad en las condiciones actuales, cuando enfrentamos nuevas formas de autoritarismo, más sutiles, pero no por ello menos efectivas. En estos treinta años de dominio dictatorial a nivel de nuestro continente, se produjeron fenómenos regresivos en diversos órdenes: los estados disminuyeron su influencia en el ámbito económico, el capital se concentró siguiendo la tendencia global, se afianzó la influencia norteamericana, los partidos de izquierda fueron debilitados por las persecuciones, aunque también –hay que reconocerlo- por los conflictos internas desatados por otras formas de autoritarismo. El derrumbe de la Unión Soviética y sus aliados de Europa del Este, y la consiguiente hegemonía de los Estados Unidos –cuyos efectos nocivos vivimos a plenitud en esta época- junto con el avance demoledor de la globalización, nos deja expuestos frente al accionar de un gran monstruo de control, una de cuyas múltiples cabezas, o apariencias, es la figura del mercado. El mercado es un nuevo Dios, que todo lo gobierna, sin contrapeso, sacralizado casi en forma unánime.

Los años sesenta fueron un tiempo de grandes luchas libertarias, donde se consagraba el derecho de todos a expresarse sin tapujos, a tolerar la existencia y la visión de los otros. Después del gran paréntesis oscuro, empeñados en reconstruir la democracia, se retoma este camino, aunque con grandes y nuevas dificultades. Por ejemplo ¿Cómo hacer valer la teórica libertad de expresión si son grandes consorcios los que gobiernan la mayoría de los medios de comunicación, y si estos consorcios están vinculados a los grupos económicos nacionales o internacionales? ¿Cómo se cautela esta misma libertad cuando los “mercados” del libro están dominados por grandes empresas transnacionales? Unos pocos hechos locales: en Chile la crítica literaria se ha jibarizado; la presencia de la cultura en la televisión es mínima; los medios de comunicación dominantes destacan sólo aquella literatura que es buen negocio o que no atenta contra el statu quo.

Cualquier dogma, cualquier fundamentalismo, cualquier restricción a la expresión de un ser humano, deben ser desterrados; éste es un gran objetivo en el que todos estamos de acuerdo. Sin embargo, sigue habiendo una pregunta anterior, vinculada a los derechos básicos de las mismas personas: trabajo, salud, educación, justicia, por remitirnos a lo esencial. Si las carencias de nuestras economías impiden a grandes sectores el acceso a lo más elemental; y si por añadidura hay millones de personas privadas del acceso a la educación y a la cultura ¿cómo se logra contrarrestar a los grandes poderes y sus enormes y sutiles maquinarias de autoritarismo? (léase marketing, cultura de masas, segregación, consumismo, masificación).Por todo lo antes expuesto, me cuesta abordar el tema de las dictaduras sin vincularlo a nuestra realidad demasiado determinada por el pasado reciente de las dictaduras feroces, expuesta a sus secuelas y consecuencias directas, en medio del reinado de un nuevo ciclo de autoritarismo sutil, aunque no menos brutal en sus efectos reductores del antiguo anhelo de la emancipación humana.

10 septiembre, 2005

Bajo el bosque

para Héctor Garay, detenido desaparecido, compañero de curso, amigo y hermano para siempre


Caminas silencioso por el bosque de pinos y eucaliptus haciendo crujir con suavidad una capa de agujas y de hojas lanceoladas, en medio de una fragancia que te engaña y te acaricia y te habla más de montaña que de océano mientras asciendes la dura pendiente y escuchas el rozar de las ramas tan arriba, por donde apenas asoma entre las copas un trozo de cielo azul azul azul. Cierras un instante los ojos para volver atrás, y es como si en cualquier momento pudiese aparecer un gnomo, un ogro, una hechicera, un templo abandonado, una caverna amenazante y repleta de tesoros, una Venus derruida, un ciervo de ojos brillantes, una enigmática mujer vestida de negro. Es la magia de los bosques que susurran, crujen y sueñan como gigantes dormidos y se agitan inquietos al sentir tus pasos. Pero eres demasiado pequeño, demasiado insignificante para despertarlos, porque tus pies se deslizan tenues sobre la alfombra perfumada a pino y eucaliptus inventando crujidos sobre las hojas secas, a tu espalda, como si alguien invisible estuviera siguiendo tus pasos. De repente las sombras comienzan a esfumarse, el bosque va abriéndose para ceder paso al sol que te ciega casi después de caminar en medio de la penumbra de los árboles, sientes un aroma inconfundible a sal, yodo, especies marinas, adivinas que el océano está tan próximo lamiendo la arena negra azotada por el viento que arrastra la espuma hecha a fuerza de olas reventando en los roqueríos oscuros. Se abre el bosque y te muestra la luz que anuncia el fin de tus temores, quedan atrás fantasmas y espíritus malignos, estiran sus dedos finos como hilos de araña para arrastrarte hacia las tinieblas insondables donde quieren dejarte prisionero para siempre, sientes un frío estremecimiento deslizarse por tu espalda que es el blanco preferido de la avidez de las garras de las Parcas que te siguen y por eso te pones a correr hacia la arena quemante, oscura, inundada de sol. Caes, corres, ruedas riendo por la duna interminable que termina en el mismo océano que te espera allá tan abajo, lamiendo con feroces olas los arrecifes que cubre y descubre, reventando destructor contra las rocas de la costa, acariciando con ternura las arenas oscuras sembradas de conchillas, caracoles, piedras negras, algas, pequeños peces muertos, cuerpos de moluscos. Caes riendo por la arena porque has vencido de nuevo a los espectros del bosque y has llegado hasta el sol que calcina la arena que quema tu cuerpo que rueda feliz hacia el océano que te espera enloquecido y amoroso más abajo. Al fin te detienes y tu rostro queda vuelto hacia el sol que te ciega y te llena de destellos los ojos alucinados mientras sientes los labios cubiertos de arena que está en todo tu cuerpo con su sabor salado porque el viento se ha levantado para levantarla y descargarla como un furioso látigo sobre tu espalda, para que te des vuelta y te ocultes como un caracol hasta que pase la ráfaga y puedas ver el cielo que se abre allá arriba, donde un alcatraz flota estático, sostenido en las corrientes invisibles, sin aletear siquiera, mudo e inmóvil como un astro milagroso. Levantas la vista y lo ves flotar majestuoso, lejano, inconmovible, eterno. Más allá se aproxima una escuadrilla lenta lenta lenta, en tanto el aroma del océano te inunda los pulmones con su fragancia fuerte y salobre de cochayuyo, de piure fuerte y rojo, de macha fresca. Ahí delante tuyo el mar estalla en mil fragmentos blancos y verdes que ocupan todas tus pupilas, y es como si todo el océano reventara dentro de ti, como si estuvieras lleno de furioso oleaje arrastrado por huracanes. Entonces corres, asciendes, saltas por entre las rocas para llegar a lo más alto, podrás ver la Piedra de los Lobos donde retozan los machos soberbios como cachorros al lado de las hembras, o las toninas saltando sobre el agua con frescura de niños traviesos, o simplemente las gaviotas patrullando el aire para súbitamente dejarse caer en medio de las aguas sobre la presa que se debate en su pico mientras emprende el vuelo, o la finura de los cormoranes en vuelo en el cielo tan azul que te hiere los ojos por donde el sol entra a raudales en olas que estallan tan allá adentro de tu alma. Vas hacia lo alto de la roca donde el viento te golpea en ráfagas terribles, hincha de aire tu camisa, revuelve tu cabello con sus dedos invisibles. Y tú cierras los ojos porque estás buscando el tesoro que se encuentra más allá del abismo oscuro e insondable de la Cueva del Ermitaño; sueltas una piedra que rebota infinitamente contra las paredes de la grieta hasta que pueden escuchar como penetra en el agua marina, porque allá abajo gime, respira el océano entre seres monstruosos al acecho de visitantes imprevistos. Cierras los párpados y estás navegando hacia la desembocadura del Maule en un lanchón de esos que llegaban a las costas de San Francisco, navegaban hacia el misterio de Nueva York atrapado en esas pinturas naives de un patrón de alta mar que ya no existe. Cubres tus pupilas para caminar entre Las Ventanas muy cerca de La Poza, para cruzar el túnel entre Calabocillos y Potrerillos huyendo del furibundo mar a la salida, para pasar bajo el Arco de los Enamorados, para caminar por la Vega de los Patos con la vista puesta sobre la Piedra de la Iglesia, para subir al Mutrún justo cuando el sol comienza a incendiar el horizonte y te regala un secreto rayo verde que trae consigo todo el misterio del océano que te ama y te canta como una sirena con la voz del alcatraz suspendido en el viento, con el rugido del lobo de mar satisfecho, con la carcajada del Ermitaño entre las penumbras y las olas resonando muy dentro tuyo, en ese trozo de mar que has robado para siempre. Has venido aquí después de tantos años, justo ahora que cumples diecisiete, el cumpleaños más solo y más triste de tu vida porque así lo quisiste tú mismo, porque no podías más, muerto de pena, con esas escenas de incendios, de gritos, de ametralladoras retumbando en la noche con ese tableteo siniestro que eriza la piel, con ese frío que viene al pensar que alguien estará mordiéndose la lengua para soportar la corriente que le muele los testículos o la brasa que se hunde en los pezones. Eso es lo que dejaste atrás, el horror, la pesadilla donde el rostro desfigurado de Héctor se aparece diez, cien, mil veces ante tus ojos para que veas sus pupilas tristísimas donde cabe todo el dolor que puedas imaginar, un sufrimiento a raudales que sube por tu garganta amargo y terrible, y estalla en lágrimas por entre las cuales, a pesar de todo, ves los alcatraces volando en bandada, impávidos, eternos, inalcanzables. Entonces escuchas el propio sollozo que nace como una bestia herida desde lo más hondo de tu alma, una criatura terrible y ciega avanzando hacia la luz desde las tormentosas tinieblas, y es el sufrimiento puro lo que surge y estalla furioso contra la roca salpicando espuma y agua salada que cae por tus mejillas y se pulveriza muy fina para que la aspires con deleite y sientas la vida invadiéndote a raudales, explota esa angustia contra el acantilado y vuelve a reventar una y otra vez, sin descanso, hasta la eternidad, y en medio del estruendo crees escuchar su voz recitando esos poemas adolescentes, ingenuos, obstinados, insólitos, misteriosos, dulces, pasionales, desolados, exultantes, trémulos que tanto te gustaban, que de tanto en tanto le pedías te los leyera el mismo, con esa voz en sordina pero llena de acentos tiernos, tan imposible en ese rostro demasiado anguloso y duro para ser de un poeta. A veces también leías tus cuentos, tus prosas extrañas, herméticas, crípticas casi, que sin embargo siempre tenían para Héctor un significado diáfano, desnudado en unas pocas frases simples y agudas que - aunque nunca te lo dijo ni menos lo pensó, lo sabes- espoleaban duramente lo que tú mismo asumías como subjetivismo, tu maldita mezquindad, tu execrable tendencia a complicarlo todo más de la cuenta poniendo el mundo patas arriba mientras media humanidad se reventaba a diario por continuar una existencia miserable, y tú dale con esas fabulaciones perdidas en el terreno de la imaginación, hundiéndote en el fango del individualismo. Nada de esto te dijo jamás Héctor, pero era lo que tú pensabas, lo que tal vez deseabas escuchar de él, un llamado de conciencia que nunca habría hecho, porque las cosas se hacen por amor y no por mera convicción o por buenas razones, en la vida todo se hace por inmenso amor - te dijo una vez- eso es lo único que interesa, no importa lo que hagas, lo que importa es que lo hagas por amor, porque crees desde el fondo de tu alma que es lo mejor, lo más justo, lo más puro, eso es lo único que engrandece al ser humano. Ahora te escuchas cantando en medio del oleaje y los graznidos, oyes esa canción que ponían despacito en el tornamesa para que nadie escuchara en las noches de toque de queda, la cantas muy fuerte a ver si te escuchan en todo el pueblo, a ver si te escuchan los que acechan en la oscuridad y acaban de una vez con este mal sueño que no quiere terminar, corres por la arena enloquecido mientras cantas con una potencia y una pasión que desconoces en ti mismo, gritas hacia el cielo pidiendo que te devuelvan el país tal cual lo conociste hace apenas unos meses cuando tomabas cerveza con tus amigos en la fuente de soda de la esquina, y hablaban de la última película del festival búlgaro, y de lo que sentiría Gregorio Samsa al despertar transformado en una horrenda cucaracha, y de la chica de ojos azules que conociste en la fiesta del sábado, y de la salida política más probable, y de los cuentos de Skármeta y de Carlos Olivárez, y del último long play del Inti Illimani, y tantas cosas que quisieras olvidar, pero no puedes. Por eso estás aquí, solo, caminando por bosques, cerros y playas interminables, volviendo al origen, buscando algo que crees haber perdido aquí, tratando de recuperar una sustancia misteriosa que te ilumine otra vez por dentro, te haga olvidar esas pesadillas que no sueñas, esas atroces pesadillas que hace unas pocas semanas pasaron a buscar a Héctor a la casa de sus padres que no han podido verlo desde entonces, que lo buscan en comisarías, hospitales, campos de concentración, morgues, cementerios, casas de amigos, que no encuentran rastro alguno, ni encontrarán jamás parece soplarte al oído una voz que prefieres no escuchar tapándote los oídos con las manos, mientras el viento y la arena negra te azotan el rostro cruzado de huellas salobres acariciadas por el aroma del océano que escucha tu canto desde el alcatraz tan arriba, sentado en el viento como un velero majestuoso, el océano que con la voz de las gaviotas quiere decirte que ahora tú ocupas su lugar, que tienes ahora el amor de los dos juntos para seguir viviendo, que como dice el poeta Alvaro Ruiz eres el dueño de todo lo que está ante tus ojos tristes y maravillados: el sol, el mar, el cielo, las nubes, los pájaros, todo.

04 septiembre, 2005

Literatura, amor, erotismo


Relacionar literatura con erotismo me surge como un tema muy natural, porque desde siempre he visto en la primera los indicios del segundo, incluso desde antes de aprender a descifrar los signos escritos del lenguaje, cuando la relación con el libro era un mero hecho táctil, sensual, curioso, excitante, un roce de los dedos contra las tapas finas de los libros empastados que atraían mis dedos infantiles a la zona más prohibida de la biblioteca de mis padres. Una oportunidad de acariciarlos como forma de preparación a torturas inocentes: unas rayas de colores, unos ideogramas que puedo apreciar después de los años sobre aquellas páginas enigmáticas e indescifrables. Sin embargo operaba un magnetismo, una necesidad de contacto con los libros que era el anuncio de una pasión más salvaje y más racional que iba a devorar buena parte de mi infancia y mi adolescencia: la lectura.

Sin asomo de duda, declaro que la lectura fue mi primer amante, o digo mejor los libros, cientos miles de ellos, en un desfile de diversidad insondable, pleno de perversiones e infidelidades atroces. Saltaba de un amor a otro, sin remordimientos, con una ansia creciente, con un fervor inagotable. Quería poseer a cuanto libro se me cruzaba en el camino, me erigí en macho cabrío de la lectura. Mi madre había de ofrecer excusas a los amigos que osaban venir a buscarme para jugar, porque yo prefería quedarme botado en el lecho, enredado en las sábanas y en las piernas del amor de turno, embebido de lujuria, interrumpiendo las sesiones eróticas para la visita al colegio y para comer y beber, tareas imprescindibles que pronto aprendí a hacer mientras leía, mezclando tales goces en un solo acto mixturado, dionisíaco.

El inevitable camino del crecimiento fue poniéndome ante ciertos textos que me ofrecían misterios suculentos que estaban vedados para mis coetáneos, quienes apenas podían enarbolar groserías cuyo significado les era de verdad incomprensible. La coprolalia hacía de lo sublime un acto grosero, casi despreciable, simplificado, aberrante. El significado de lo sexual se transmite en susurros en los recreos, pleno de distorsiones, como una práctica más del rito machista de los colegios de varones, como un código de honor de caballeros brutales que poseen doncellas con arietes indomables para adormecer las avideces femeninas insaciables.
Mas en los libros yo encontré información confidencial que contradecía de manera profunda ese universo simplificado y pedestre del cual tenía que formar parte por conveniencia social. No me excluía de los juicios duros, no me restaba al lenguaje soez, por el contrario, aunque con cierta vergüenza me adherí al ejército escatológico, a la adoración de divinidades obscenas, a los propugnadores del coito bestial. En silencio, dudaba de estas prácticas, en soledad la lectura me redimía de tales pecados. La literatura me ofrecía la redención y me hacía saber de un mundo más complejo, más excitante, donde la piel podía arder al compás de la imaginación en el campo de batalla de Eros y Thanatos.

Por fin llegó a mis manos temblorosas una buena edición – quiero decir una edición no pacata – de Las Mil y una Noches, frente a cuyos encantos caí embelesado, embrujado por la fábula de un mundo donde convivían magos, princesas de formas opulentas, ogros brutales, aves gigantescas y demonios carniceros, héroes indomables y hermosos. Soñé dormido y despierto – perturbado por esta lectura prohibida - con Scherazade narrando la trama interminable a Schahriar, domeñando su sed de sangre, derrotando su convicción sangrienta de desposar cada noche una mujer que no veía la luz del amanecer siguiente, para vengar la afrenta de una infidelidad pasada, pero vigente por el dolor engendrado. Me prosterné tempranamente ante ese libro maravilloso donde la sensualidad emergía a cada paso, en una mezcla extraña de realidad y fantasía, magia y materialidad, lucha por la supervivencia y goce carnal. Me sedujo a morir esa historia con otras historias que a su vez contienen otras, es como la metáfora de la posesión inteligente.

La lucha de Schahriar contra su curiosidad insaciable se opone a la venganza implacable y eterna, y abre espacio a Scherazade a la vida a lo largo de las mil y una noches, como metáfora del amor donde la inteligencia tiene un rol que desmiente el simple culto al sexo físicoculturista. El erotismo es por esencia inteligencia aplicada al cuerpo, y no simple carnalidad desatada; el erotismo sobre todo reside en la imaginación, en la búsqueda de lo nuevo, en la sorpresa más que en el rito. Eso me enseñó ese libro, antes de tiempo en opinión de mis padres que lo requisaron sin explicaciones, obligándome a desarrollar mi primera rebelión y a adoptar mi primer clandestinaje. Mis primeros sueños sexuales fueron con Scherazade, a quien imaginaba como una morena de ojos almendrados, senos despampanantes de aguzados pezones, labios eternamente húmedos, piernas largas y bien formadas, piel suave y tibia, y vulva ansiosa de recibirme a mí y a mis propias historias. Y en mi propia imaginación, potenciada por aquellas lecturas prohibidas, eyaculé mil y una veces adornando mis sábanas de manchas sospechosas y vergonzantes.

Con el tiempo llegaron las otras lecturas obligadas: el Decamerón, los Cuentos de Canterbury, las novelas de Henry Miller, las historias de Bukowski el boca sucia, la fantasía inquietante de Norman Mailer, el frenesí intelectual de la poesía de Gonzalo Rojas, la sensualidad telúrica de Neruda, la lujuria mágica de García Márquez, el desborde de Jorge Amado… Todas ellas lecturas deliciosas, plenas de placer, donde el lenguaje juega un rol descollante como gatillador de la emoción amorosa, detonándola y desatando los engranajes de la imaginación, porque más que descripción pormenorizada lo que puede ser realmente incitante es la sugerencia.
Mi propia experiencia literaria con el erotismo y con el amor se materializan en diversas formas, desde algunos cuentos con momentos intensos donde más que arrastrar al lector por un sendero explícito prefiero optar por empujarlo a un vórtice de seducción imaginaria, hasta la novela que llamé precisamente Todo el amor en sus ojos, reuniendo bajo ese título un significante de amor por los demás, de entrega, al tiempo que de sensualidad un poco a ritmo de locura, que es como de verdad siento que debe ser la vida. Difícil me resulta distinguir entre las distintas formas del amor: la ternura, la solidaridad, el compañerismo, el encuentro de los cuerpos que se desean, todos forman parte de la diversidad que integra al ser humano en su dimensión maravillosa.

El lenguaje literario nos pone en contacto con otras épocas para descubrir que los problemas del ser humano son eternos y permanentes. El amor siempre seguirá siendo un protagonista permanente de la escritura, imperecedero como Penélope que hace y deshace su tejido sin perder la esperanza de reencontrarse con el esperado Ulises, sin desfallecer ante la insistencia ni ante la desesperanza. El amor que es también el erotismo, pero que no se reduce a éste, que asume mil formas que se encarnan en la literatura.
Una obra literaria asume corporeidad cuando un lector abre un libro y se pone en contacto con la sensibilidad del autor y recrea las imágenes y los significantes, los filtra a través de sus propias sensaciones y experiencias, interpreta, imagina y completa a partir de la sugerencia, conducido por las palabras de ese guía invisible y omnipresente que es el escritor. El texto es revivido y convocado cada vez que un lector abre el libro, en el intertanto no existe, es apenas un objeto cuya existencia material no determina nada. La lectura otorga nueva vida, por un instante se produce una suerte de encarnación a través del vínculo autor-lector, un espacio donde ambos crean e imaginan unidos por enlaces tan tenues como firmes, tan sutiles como vigorosos, y generan algo nuevo, único, irrepetible, que además puede establecer hondas raíces en una persona. Así es como uno va recogiendo frases, sensaciones, imágenes de esas historias y esos personajes de ficción que adquieren una realidad incluso más real que aquella en que vivimos.
En la lectura y en la escritura está implícito el amor en el sentido de ser otros, de vivir otras vidas con profundidad, no con la mera mirada superficial. Está implícito el respeto ante los demás, el hecho de maravillarse ante cada existencia particular como resultado de una experiencia original, construida a partir de miles, millones de hechos, sensaciones, momentos. Al leer y al escribir uno invade otros campos, otras personas, tenemos por un instante la capacidad de mirar a otros, incluso hasta la posibilidad de aproximarse tanto que se llegue a sentir ser ellos, es el voyeurismo más pleno en acción, una suma de todas las formas de amor juntas: erotismo, solidaridad, amistad, compañerismo, ternura, caricia, fraternidad, devoción, sensualidad.

Chejov, maravilloso autor de atmósferas subyugantes, expresó que “la literatura era su amante”. Me adhiero a ese concepto, fue mi primera amante y adivino también que será la última. Sin olvidarse que el tramo entre la primera y la última ha de ser alimentado de otras pasiones. Schahriar nos escucha, Scherazade nos narra. Somos el uno o el otro, unidos en el eterno círculo que nos separa de la muerte postergada con cada historia, somos el sueño de alguien que nos relata o somos los constructores del sueño. Termino con el cuento de veinticuatro siglos de Chuang Tzu, que viene a ser la mejor representación de lo dicho: Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu.

30 agosto, 2005

Orden



Es de noche. El hombre toma un taxi. Viaja. El taxista asalta al hombre. Le quita dinero y documentos. El hombre queda abandonado en una esquina. Vienen asaltantes, cuchillo en mano. Lo despojan de sus vestimentas. Huyen. El hombre, desnudo, va en procura de auxilio. Detiene un coche policial. Lo golpean. Es arrestado por no portar identificación. Sospechan delincuencia sexual. Lo encierran en la celda de los sodomitas. Es violado. Grita. Los guardias no vienen. Al día siguiente lo trasladan a enfermería. El médico ordena cambiarlo de celda. Lo dan de alta. Es trasladado a la sección de presos políticos. Después de algunos días lo interrogan. Nada le creen, pues no posee documentos. Nadie sabe o recuerda a quienes lo detuvieron. Lo torturan. Exigen entregue el nombre de sus contactos. El hombre cuenta su historia. Todos ríen. Es incomunicado. Permanece en la celda solitaria por varios meses. Cuando se acuerdan de él, está flaquísimo y loco. Lo envían al Manicomio. Grita que lo dejen en paz. Muere.

* Este cuento integra el volumen Ángeles y verdugos, Mosquito Comunicaciones, 2002

* Ilustración de Virginia Herrera http://virginiaherrera.wordpress.com/

28 agosto, 2005

La vida es sueño


Duerme, sueña que vuela.
Despierta, cae al vacío.

* Este microcuento integra el volumen Angeles y verdugos, (Mosquito, 2002)

* Ilustración de http://virginiaherrera.wordpress.com/

21 agosto, 2005

Literatura fantástica en Chile

En esta pequeñísima comunidad de escritores y lectores que logra sobrevivir en medio de la jungla, la farándula y el consumo, existe una fuerte convicción: en Chile literatura y fantasía constituyen un matrimonio imposible. Tal creencia se fundamenta en la carencia de estudios sistemáticos (son pocos y parciales, la mayor parte realizados en el extranjero, para mayor desgracia), por falta de interés de las editoriales mayores (para qué arriesgarse en un género sin tradición), y por la generalizada escasez de lectores (que a estas alturas parece un mal endémico que afecta a todos los géneros).

Creo que afirmar la inexistencia de literatura fantástica chilena es un juicio equivocado. Por cierto que no podemos establecer comparaciones con la tradición de literatura fantástica que existe en Argentina, donde se encuentran autores de estatura universal: Borges, Cortázar, Bioy Casares. Los argentinos tienen una sólida, envidiable, presencia en el género fantástico, además de un público lector muy desarrollado y de editoriales sensibles. Todas estas condiciones sólo pueden acrecentar nuestra ambición, ¡y cómo no!

Eppur si muove. Y sin embargo, este género se ha movido y se mueve en Chile. Hay obras y autores interesantes. Esto podrá apreciarse, por ejemplo, en el acucioso trabajo de Omar Vega acerca del ámbito de la ciencia ficción criolla, que encontrarán publicado próximamente en la nueva sección de www.letrasdechile.cl Nombres de escritores chilenos asociados a la ciencia ficción son –entre otros- Hugo Correa (autor de la célebre novela “Los Altísimos”, 1959), Elena Aldunate (recientemente fallecida, autora del volumen de cuentos “El señor de las mariposas” de 1967) y Antonio Montero (“Los Superhomos”, 1963). Antes de los sesenta pueden encontrarse aportes como los de Juan Marín, Ernesto Silva Román, Alberto Edwards (que cultivó también el género policial en carácter de precursor), Pedro Sienna, Augusto D´Halmar y Manuel Astica Fuentes.

En cuanto a la fantasía pura o al terror propiamente tal, o, emergen también nombres relevantes, entre los cuales destaco a Héctor Pinochet, autor de notables cuentos que debieron merecer más atención de la crítica y el público en su momento (“La Casa de Abadatti” y “El Hipódromo de Alicante”). También se registran incursiones de Salvador Reyes, Enrique Araya, Armando Menedín, Miguel Arteche, Luis Alberto Heiremans, Jaime Valdivieso, Ariel Dorfman y Poli Délano, por mencionar algunos.

Temas como el mito de la Ciudad de los Césares (el mundo perdido e ideal donde reinan la armonía y la riqueza, o sea, la utopía) fueron abordados por diversos autores, entre ellos Manuel Rojas y Luis Enrique Délano (en la década de los 30).

En la llamada Generación del 80, a la cual pertenezco, existen algunos exponentes que exploran el ámbito de lo fantástico con mayor asiduidad (expresada en libros publicados). Este es el caso de Claudio Jaque, autor de la colección de cuentos “Puerta de escape” (1991), Darío Oses con su novela “2010: Chile en llamas” (1998), y el autor de estas líneas con la novela “Flores para un cyborg” (1997). Otros autores de la Generación del 80 han incursionado ocasionalmente en el género; es el caso de Jaime Collyer, Pía Barros, Ramón Díaz Eterovic, Ana María del Río, Jorge Calvo. Y se agregan algunos escritores de las nuevas promociones, que esperamos sean algo más que excepciones, como Max Valdés, que aborda el mundo gótico.
Tal vez nuestra mentalidad isleña, apegada a lo material, ha obstruido el ingreso de lo fantástico en el terreno literario, y esto haya impedido un caudal más potente. Quizás la realidad haya sido tan compleja, imperiosa y agresiva, que nos ha anclado a tierra, con su exigencia coyuntural. Explicaciones posibles, no obstante se constata la existencia de una producción interesante, oculta a primera vista.

19 agosto, 2005

LA VIDA ES SUEÑO


El hombre duerme. Sueña que vuela.

El hombre despierta. Cae al vacío.


* Este cuento integra el volumen ANGELES Y VERDUGOS, Mosquito Comunicaciones, 2002.

* Ilustración de http://virginiaherrera.wordpress.com/

14 agosto, 2005

Amor cibernauta


Se conocieron por la red. Él era tartamudo y tenía un rostro brutal de neanderthal: cabeza enorme, frente abultada, ojos separados, redondos y rojos, dientes de conejo que sobresalían de una boca enorme y abierta, cuerpo endeble y barriga prominente. Ella estaba inválida del cuello hasta los pies y dictaba los mensajes al computador con una voz hermosa, pausada y clara que no parecía tener nada que ver con ella; tenía el cuerpo de una muñeca maltratada. Fue un amor a primer intercambio de mensajes: hablaron de la armonía del universo y de los sufrimientos terrestres, de la necesidad del imperio de la belleza y de los abyectos afanes de los mercaderes de la guerra, de la abrumadora generosidad del espíritu humano que contradice la miseria de unos pocos. Leían incrédulos las réplicas donde encontraban una mirada equivalente del mundo, no igual, similar, aunque enriquecida por historias y percepcio¬nes diferentes. Durante meses evitaron hablar de sí mismos, menos aún de la posibilidad de encontrarse en un sitio real y no virtual. Un día él le envió la foto digitalizada de un galán. Ella le retribuyó con la imagen de una bailarina. Él le escribió encendidos versos de amor que ella leyó embelesada. Ella le envió canciones con su propia voz, él lloró de emoción al escuchar esa música maravillosa. Él le narraba con gracia los pormenores de su agitada vida social, burlándose agudamente de los mediocres. Ella le enviaba descripciones de sus giras por el mundo con compañías famosas. Ninguno de los dos jamás propuso encontrarse en el mundo real. Y fue un amor de sueños, de mensajes, de versos, de canciones. Fue un amor verdadero, no virtual, como los que suelen acontecernos en ese lugar que llamamos realidad.

(*) Este microcuento forma parte del libro ANGELES Y VERDUGOS , publicado en 2002 por el autor, bajo el sello de la editorial Mosquito.

12 agosto, 2005

Piratas, corsarios y filibusteros

Se habla mucho, tal vez demasiado acerca de la piratería del libro, siempre en un tono grandilocuente que exalta la defensa de la propiedad intelectual y los derechos del autor, los mismos que paradójica y raramente son respetados y honrados a carta cabal por algunos de los entes vociferantes.

Desconozco cifras y estadísticas respecto de las dimensiones de la piratería, tampoco es un tema que me resulte especialmente apasionante. Estoy más preocupado –como he expresado antes- por los abismantes guarismos respecto de los increíblemente bajos, misérrimos niveles de lectura que tenemos en Chile. Perdonen la adjetivación excesiva, pero es imprescindible.

Y de entre aquellas exiguas, extravagantes personas que sí leen, contra toda previsión y raciocinio, resulta que sólo una ínfima porción entiende algo del texto; un fenómeno que los técnicos llaman analfabetismo funcional (quizás un eufemismo por idiotez).

Entiendo que los empresarios vinculados a la cadena de producción y venta de los libros cuantifiquen las pérdidas millonarias por la venta callejera pirata; su supervivencia está de por medio. Pero también creo que han sido poco imaginativos para buscar soluciones; no entienden que su negocio ha cambiado. Si su subsistencia depende de que legiones de policías se lancen a las calles a la persecución de los piratas y los filibusteros del libro, creo que van por un camino en lo esencial equivocado (aparte de que detesto los estados policiales, ya sabemos cómo terminan esas anti-utopías).

Al menos se visualiza otra senda alternativa: producir y vender libros baratos; así la piratería fenecerá, ahogada por las inexorables leyes económicas del mercado. ¿Otra opción más? Educar a las personas para que no fomenten la piratería. Como se ve, es cuestión de echarse a pensar (como si no tuviéramos analfabetismo funcional).

Por cierto, es imposible e inaceptable que un escritor acepte la piratería como una opción válida, puesto que se supone que debiéramos vivir a expensas de los derechos de autor, al menos en parte. Pero tampoco me parece que los escritores debamos convertirnos en guardias de seguridad implacables a la caza de los piratas, o en promotores de que tal persecución se convierta en una operación a gran escala, una especie de guerra interna. Así las cosas, hago mi parte –como la mayor parte de los ciudadanos lectores habituales que conozco- no comprando libros piratas, y pidiendo a otras personas que hagan lo mismo.

Por otra parte, es curioso que algunas editoriales, que por cierto blasfeman contra la piratería, demoran y demoran en los pagos de derechos de autor a los escritores de su catálogo. Con frecuencia hay que perseguir a los encargados administrativos de las editoriales para que paguen esos derechos, claro está, de acuerdo a los informes de ventas que ellos mismos generan (inverificables para un simple mortal). Quizás no podamos aplicar el apelativo de pirata a esta conducta, pero convengamos que aplica el de corsarios, más elegantes y distinguidos que los filibusteros que venden en las calles para escapar de la cesantía.

Otras veces, distinguidos corsarios incluyen obras en textos escolares o antologías sin pedir permiso a los autores, como si vender libros para niños o difundir la obra literaria de los escritores chilenos fuese una tarea filantrópica.

Más carne a la parrilla. La piratería no siempre es nefasta. Por ejemplo, cuando ocurrió la censura al Libro negro de la justicia chilena de Alejandra Matus, pudo ser conocido sólo gracias a prácticas ilegales que burlaban la vigilancia policial desatada por una decisión legal incomprensible, vergonzosa.

Los libros resultan ser demasiado caros para muchas personas que deben batallar cotidianamente con la subsistencia (por cierto, este hecho no explica por sí solo el fenómeno de la exigua lectura en Chile, pero lo explica en parte). Los libros son comparativamente caros en Chile; un mismo título en Argentina puede costar la mitad o un tercio del valor que tiene en una librería de nuestro lado de la cordillera. Quizás los libros sufran un mareo de altura y eleven su precio al remontarse sobre los Andes. No estoy seguro de que corresponda responsabilizar únicamente al IVA de este fenómeno (como predica la mayoría de los empresarios).

Pienso que no existiría piratería de libros acaso la brecha entre el precio en librería y el precio de cuneta no fuera tan monstruosa. Esta diferencia insostenible es la raíz del problema; las razones... muchas. Por ejemplo, la necesidad de generar grandes utilidades para satisfacer la demanda de ganancias de los accionistas de los consorcios internacionales del libro. A los accionistas les da lo mismo que se venda queso, teléfonos o libros; sólo exigen una rentabilidad mínima de mercado. También porque es menos complicado vender pocos libros caros que vender muchos libros baratos; no hay que movilizar grandes cantidades de libros, no se necesita demasiado personal, se aprovechan mejor las estanterías, en fin.

Una idea en la que insisto: libros baratos y de buena calidad arrasarán con los piratas y los filibusteros del libro.

Me sentiría protegido si se protegiera a los creadores, si se los cuidara. Estoy más preocupado de esos derechos del autor. Los otros derechos (los monetarios asociados a las ventas) me seguiré entreteniendo en cobrarlos una y otra vez y esperar pacientemente. Me sentiría protegido acaso la lectura fuera algo corriente, cotidiano, normal y no una conducta extraña. Me sentiría protegido si todos nuestros ciudadanos fueran cultos, informados, buenos lectores, más humanos, más autónomos, más críticos y más creativos.

Sin embargo, sospecho que a ciertos corsarios o príncipes –según el cristal con que se les observe- no les interesan sueños como éste; más bien les habrán de aparecer como espantosas pesadillas.

10 agosto, 2005

¿A qué temperatura arde el libro?

Diversas encuestas, realizadas desde el año 1980 en adelante, nos informan persistentemente acerca del deterioro de la lectura en Chile. La reciente encuesta del INE (2004) aclara que sólo el 39,7% de los santiaguinos leyó un libro el último año. Las bibliotecas de la mayoría de los hogares acomodados no superan los 50 ejemplares. En el 40% de los hogares más pobres no hay un solo libro. Cifras aterradoras. Y hay más. Y peores.

Literatura y lenguaje están íntimamente relacionados; el conocimiento de la primera -la lectura literaria asimilada como actividad permanente- lleva al desarrollo del segundo. Y el lenguaje es uno de los factores relevantes para el desarrollo económico, social y cultural de un país, ¿qué duda cabe a estas alturas?

Explicaciones para estos precarios niveles de lectura abundan. Una de ellas radica en la falta de tiempo que caracteriza a nuestra “postmoderna” sociedad. El exceso de trabajo, los horarios extensos, la baja productividad que impera en el medio (ojo, ostentamos el récord mundial de improductividad laboral), más el culto al “irse lo más tarde posible” para dar apariencia de esforzado, y los largos y lentos desplazamientos a través de la ciudad, conforman un cuadro familiar. El agotado trabajador llega a casa para buscar entretención fácil antes de caer en un sopor que intelectualmente no se diferencia demasiado de su día “activo”. No llega a leer, sino que a ver televisión, ojalá un programa insulso, que le arranque risas fáciles mediante el simple expediente de repetir letanías chabacanas. O sangre, balas, sexo, competencias, “realitys”, toda la gama de la obviedad mediocre que impera en nuestra televisión.

Peor aún se ponen las cosas, si consideramos la operación real de nuestro sistema educacional, que refleja –año tras año y de manera hasta ahora irreversible- un deterioro en las capacidades de comprensión de lectura y expresión oral y escrita. Me da la impresión que los profesores no se distancian mucho de los promedios estadísticos; leen poco o nada, repiten una y otra sus clases como letanías, sin añadir nada nuevo, obligan a los estudiantes a leer textos atroces o inadecuados (en vez de buscar textos actuales, que despierten su interés).

Mis hijos Eloísa y Emilio reclaman con frecuencia debido a la fomedad de los libros que los hacen leer en el colegio; parece que tales textos fueran el resultado de una subespecie de escritores dedicada a producir historias para idiotas, más que para niños o jóvenes. He leído muchos de estos libros, algunos vernáculos, y he sentido auténtico pavor. No se puede pretender educar a los niños concibiéndolos a priori como descerebrados. Leer idioteces sólo puede complacer a un estúpido, con suerte. Un niño, con mayor razón un joven, puede leer cualquier libro que le resulte entretenido, estimulante, que le abra nuevos mundos. Pero si la mayoría de los profesores del ramo no leen literatura actual, ¿cómo van a enseñarles a sus alumnos este universo paralelo, desconocido?

A este respecto, con horror he constatado recientemente –gracias a los intereses lectores de mi hijo menor, Emilio- que no existen ejemplares íntegros de Sandokán de Emilio Salgari en nuestras librerías nacionales. Así de simple: NO EXISTEN versiones completas de estos libros, sino sólo versiones resumidas por “especialistas”. No quiero referirme a los buenos momentos que pasé en la niñez leyendo esas y otras aventuras; ya lo haré en otro artículo. Tampoco a lo recomendable de tales lecturas. Pero quiero decir, o gritar, que ME PARECE INCONCEBIBLE, ABERRANTE que se aliente –siquiera que se permita- que los profesores hagan leer una versión abreviada de estos libros. ¿Qué puede ganarse con este procedimiento? ¿Abultar el número de libros leídos? ¿Engrosar las evaluaciones de desempeño de los profesores? ¿Mejorar los textos originales extrayendo trozos considerados inútiles o innecesarios por algún inescrupuloso? Francamente no consigo comprender la intencionalidad de este procedimiento.

¿Cómo es posible que las editoriales hagan negocio con esta clase de barbarie y nadie le ponga atajo? ¿No es acaso una suerte de piratería aún más despreciable que la venta de libros en las calles, dado que hipoteca masivamente las mentes de nuestros niños y nuestros jóvenes? (el porvenir de la patria, expresaría el demagogo) ¿Qué hacen nuestras autoridades, tan sistemáticamente preocupadas por los alarmantes descensos en los niveles de lectura y de comprensión de la lectura?

Despacho de última hora: todavía no consigo hallar libros de Salgari ni siquiera en la veintena de librerías de viejo que he recorrido en las últimas semanas. Por ahora Emilio tendrá que seguir leyendo los amarillos, polvorientos libros en estado de desintegración (colección Robin Hood) que tuve el tino de guardar para la posteridad. Y tal vez aprendérselos de memoria para preservarlos, como hacen algunos héroes de la lectura en esa estupenda novela de Ray Bradbury: Fahrenheit 451, la temperatura a la que el papel arde.
 
hits Blogalaxia Top Blogs Chile